Blog | El portalón

Estudio del interior

UNA ANCIANA de luto, con un pañuelo cubriéndole la cabeza, en una silla esquinada sobre suelo de damero. La cubierta de la edición de Cien años de soledad que teníamos en casa y el propio título me disuadieron durante años de leerlo. Funcionaban bien juntos: la mujer había sido castigada a una soledad eterna, (no imaginaba yo cosa peor), y en el proceso se había convertido en anciana. Fin.

Me equivocaba. Con el libro y con la soledad.

Revela un estudio presentado estos días que uno de cada diez españoles se ha sentido solo con mucha frecuencia en el último año; la mitad, al menos en una ocasión. La soledad de la que habla es de la que pesa, la del pedrusco en el pecho, la de la consciencia de la propia pequeñez, la del ahogo, la de coger el teléfono y no marcar porque no se tiene a quién llamar o no se quiere abusar de quien se tiene por miedo a no tenerlo más; la de mirarlo con toda la concentración deseando que suene el viernes y que no lo haga hasta el lunes, o hasta el fin de las vacaciones, cuando se reanuda la vida. No es Montaigne escribiendo en su torre y escondiéndose de las visitas para que no interrumpieran su fecunda reclusión. No es Darwin pensando si debía casarse, porque limitaría mucho sus viajes y podría llegar a constituir "una terrible pérdida de tiempo". Es la certeza fugaz de que nadie sabe lo que te pasa, en este lugar y en este momento; de que tienes algo que compartir pero solo con alguien a quien le importes, así que te lo callas. Para cuando estás en disposición de contar, la confidencia guardada ya es solo ceniza. Y esto, como todos sabemos, a veces pasa estando solo y otras, estando con gente.

Me sorprende que la mitad de la población no haya tenido ese sentimiento ni una sola vez porque veo, ahora que hace tanto que superé mi miedo a Cien años de soledad, que nos es común e ineludible. El trabajo insiste mucho en la diferencia entre estar solo y sentir soledad y se refiere a la última como algo necesariamente malo. Dudo.

La mitad de los españoles se sintieron solos al menos una vez en el último año. Me extraña que la otra mitad no lo hiciera

El anciano que despierta en mitad de la noche y alarga la mano para caer, justo en ese instante, en que ya no hay nadie, que no está quien estuvo media vida, que volverá a tirar comida ese día también, empeñadamente incapaz de cocinar para uno. El enfermo que recibe una mala noticia, otra, y se la transmite a su familia como si no implicara mayor carga, como si se hubiera acostumbrado a estas alturas, para encharcarse de angustia en la cama y a oscuras, cuando debiera estar entrando en el sueño pero arrancado violentamente de él. La cola del banco de alimentos, las cartas del banco sin abrir para no leer lo que ya sabes, el funeral de alguien a quien quisiste, la consulta del médico en la que va a confirmar tu temor... la cantidad de sitios a los que se quiere ir acompañada, acompañada de verdad, y en realidad se va sola siempre. Esto es el reverso de la soledad.

Estar en un concierto sin hablar con nadie, quizás sola. La música sonando estruendosa, la caja torácica que parece temblar. Mirar a tu alrededor y ver que todas las caras están iluminadas, los ojos brillan como focos, hay sonrisas a medio salir; algunas, las que no se han podido contener, se muestran ya enteras y los que las llevan refulgen. Hay un movimiento como de marea, del que sin pensar formas parte. Por un instante brevísimo, te parece conocer a todo el mundo, crees que juntos tenéis una labor colectiva que llevar a cabo: sonreír con los ojos, tararear, sentir que todo va bien, hacerlo al unísono. Acaba la canción y todo se desvanece: no conoces a esa gente de nada. Pero ocurrió por un instante.

Abrir un libro y leer. No dar crédito: justo eso, eso mismo y no otra cosa parecida, estuviste pensando ayer. Nunca lo hubieras explicado tan bien pero es eso, exactamente eso, como si alguien hubiera entrado en la mina de tu cabeza anoche, hubiera excavado para extraer entero un pedrusco y lo hubiera pulido de madrugada para esa mañana mostrarte el diamante de tu pensamiento con su mejor forma. Es eso mismo, lo reconoces como tuyo porque tú lo creaste, pero también ves la intervención externa. Sin ella, no brillaría. Desearías que existiera un teléfono capaz de sonar en otro tiempo para llamar al autor y decir: "He visto lo que has hecho. Gracias". A veces, abro algún libro heredado y de él cae un papelito escrito con letra temblorosa que sentencia: «Leí- do». Es mi abuela, fallecida hace años, recordándose a si misma no volver a empezar ‘¿Por quién doblan las campanas?’ porque ya había pasado por él y recordándome a mí que aquí estuvo ella. Qué maravilla volver a encontrarnos. Esto es el anverso de la soledad.

No sé cómo podríamos hacer para tener uno sin otro.

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