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El verano invencible

ERA DE NOCHE cerradísima y las farolas lucían esa luz amarilla tan engañosa que parece que te deja verlo todo a distancia pero que, en realidad, no muestra nada hasta que lo tienes encima. Hacía un calor sofocante porque en Lugo, aunque se nos olvide cada noviembre, también hay noches así, irrespirables, el aire temblaba bajo el círculo de luz de cada farola y en la radio sonaban canciones de Bollywwod.

Dos niños fregaban con ahínco el capó de un coche, un coche normalito, que estaban dejando reluciente allí, a las tantas. Les ayudaba un chico joven, que sacaba mucho trabajo adelante mientras silbaba y, contemplándolo todo, como quien ve una telenovela, dos mujeres y un hombre mayor desde sillas de plástico plantadas en la acera. Él llevaba el mismo uniforme que todos los demás, pantalón oscuro y camiseta interior blanca de tirantes, en contraste con esa piel verdosa y reluciente que suelen tener los pakistaníes. Ellas, saris multicolor, la mejor vestimenta femenina para el calor, vaporosa pero muy lucida, que dejaba ver sus brazos, las lorzas de la barriga y el centro de la cara, con una sonrisa llena de dientes, luminosos como faros. Nadie decía nada. Solo se oía la música machacona, los silbidos interrumpidos en los puntos que exigían más esfuerzo y que se retomaban cuando la esponja se deslizaba sin encontrar obstáculos, y el fris-fris del propio fregar. Era verano y no había sitio mejor en el mundo que ese, una acera de Camiño Real donde lavar el coche, donde mirar como otros lo lavan.

Vivimos los días aplatanados y solo despertamos de noche. Y qué noches

Es lo que tiene el verano, que es cierto que es invencible y siempre acaba por llegar. Dudas meses eternos y te convence en una tarde. Existe. Así estaba esa familia frente a su coche, percatándose de que también en Lugo nos visita esa estación, y celebrándolo. No creo que les resulte fácil mantener la fe el resto del año. Si a mí me cuesta recordar las noches en las que el aire tiembla y entra caliente en los pulmones, no digamos a ellos. Y diría que ellas, flores exóticas trasladadas de bien lejos y que solo sobreviven en invernaderos, se llevan la peor parte. Lo digo por lo que veo o más bien por lo que no veo. Con ellos me cruzo todo el año, ellas solo parecen salir de casa en verano. En invierno las habré visto una o dos veces en los últimos años. Con un plumífero encapuchado sobre el sari y calcetines dentro de las sandalias para pisar charcos en trayectos cortísimos. Parecen totalmente fuera de lugar. No en verano, el verano es su hábitat.

La mayoría vivimos medio aplatanados los días veraniegos en los que todavía no hay vacaciones. Eso, los que las tienen. Vagamos camino del trabajo, de la compra y del banco, enlentecidos, y revivimos ligeramente a la brisa del aire acondicionado, lo suficiente como para hacer algo de nuestras vidas. Poco.

Pero las noches, ay las noches. Las noches en el centro se pasan en las terrazas y en las calles, hablando a gritos y esperando que aparezca el hombre bici-orquesta con sus altavoces y su reggae, mientras se trasiegan unas cañas y te vuelan por encima platillos de tapas fuera de estación (hasta lentejas) que los camareros van cantando. Allí está medio Lugo, trabajador de día y veraneante de noche, entre casas vacías y otras con inquilinos recogidos tras la piedra y el doble ventanal, aislados por los tapones de oídos para poder dormir algo pese al empeño contrario de sus vecinos.

Las traseras de los edificios representan ‘'La ventana indiscreta’' y puedes mirarlas como James Stewart veía la vida entera durante su convalecencia

Fuera de murallas, desde cualquier casa, Lugo parece un panel electrónico, lleno de lucecitas de diferentes intensidades. Las traseras de los edificios representan ‘'La ventana indiscreta’' y puedes mirarlas como James Stewart veía la vida entera durante su convalecencia. Sombras fumando cigarrillos en el balcón de madrugada, paseos recogidos en ropa interior, olores de cenas ajenas, músicas de otras esquinas... la televisión de los balcones.

Todos, intramuros y extramuros, ensoñamos a ratos con el mar, las terrazas de mediodía, las siestas de leer y dormir, los paisajes frescos y desconocidos o los familiares de peregrinación anual. Y es tal el ansia que se nos olvida que el primer sitio al que llega el verano es a nuestra calle y a las traseras de nuestras casas, que hay noches, con sus terrazas y su cine en las fachadas. Con las farolas débiles y el aire tembloroso.

Que no hay mejor ocupación en el mundo que florecer lavando un coche de madrugada o viendo cómo se hace, porque puedes, porque hay verano.

Feliz verano.

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