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El saludo eterno

TENGO GRABADA una imagen de Orozco. Puede que sea completamente cierta o solo parcialmente porque la memoria, ya se sabe..., pero es tan vívida en mi cabeza que resuena idéntica cada vez. Eran los tiempos en los que se lanzó a pasear por Lugo con tanto ímpetu que parecía un sabueso peinando las calles. Había recibido la clásica recomendación del ejercicio, así que se enfundó un chándal de aquel material del que entonces se hacían los chándales modernos, un derivado del petróleo seguramente pero que tenía la apariencia de papel pinocho. Todo el que haya tenido una asignatura de manualidades sabrá de qué estoy hablando: ese papel fino y ligeramente arrugado. Era un chándal multicolor con gran presencia del morado. Bien visible.

Orozco se hizo entonces aparición. Se me presentaba, a mí y a todos los que lo conocían en sus tiempos de prealcalde, en cada rincón de la ciudad, caminando a paso ligero, rubicundo y saludador. Puede que empezara en aquel momento o simplemente fue cuando me di cuenta de su ansia salutatoria. Nadie quedaba nunca sin su hola. A veces, por el rabillo del ojo, me llegaba un brazo empapelado de morado. Me saludaba en la Ronda y en la Rúa Nova, en la Avenida da Coruña y cerca de la Plaza, cerca del río, en una zona de terrazas... Yo era más joven y no vi lo que estaba claro: qué carne de alcalde tenía delante.

Orozco quiere gobernar para reescribir su entrada en la enciclopedia. Como si fuera a servir de algo

Orozco fue mi profesor de Filosofía y, atención, Ética. Se explicaba como un libro abierto, es justo decirlo. Era, además, arengador en el aula y, como nos pasa a casi todos, más contra lo que despreciaba que a favor de lo que defendía. Somos mayoría a los que nos inunda la vehemencia cuando hay que rechazar algo. En su caso, el comunismo. Quizás fuera porque la derecha más peligrosa solo la imaginaba en el pasado o porque creía que no había que explicar sus flaquezas tan evidentes, pero suponía que el comunismo podía resultar tentador para las conciencias blandurrias de unos adolescentes. Había estado en Rusia poco antes y contaba hasta la saciedad la historia de cómo entró en una tienda a comprar unos guantes y la empleada apenas se molestó en atenderle. "Para qué, si iba a ganar lo mismo trabajara o no". Y así nos pasaba la conclusión en una bandeja.

Creo que le hubiera gustado ser de esos profesores que te cambian por dentro: movilizadores y esperanzadores. Tenía una asignatura perfecta para ello y un temario apasionante que muchos estudiantes de secundaria actuales se perderán, para su desgracia. No sé si ya pensé entonces eso o es ahora cuando le veo el ansia de historia que llevaba dentro. Seguramente lo segundo. De cualquier forma, no fue así. No hubo un antes y un después, ni nos subimos a las mesas ni le gritamos "Oh, capitán, mi capitán".

Más tarde llegaron los saludos en chándal, seguidos de los saludos en campaña (en sus primeras elecciones trotó más que una comisión de fiestas, luego ya solo tenía que volver sobre el camino andado) y, finalmente, los saludos de alcalde: 50% por voluntad, 50% por obligación. Su devoción por el saludo, su dedicación a mantener esa imagen de hombre campechano, de alcalde cercano, regidor de pueblo al que los vecinos le comentan lo del bache o el contenedor en cualquier bar, en cualquier calle, en cualquier ascensor, quedó sellada en sus primeros años. Con un Orozco circulante 24 horas solo había que esperar en una esquina cualquiera de la ciudad a que él la doblase para improvisar una reunión. Se acostumbró tanto a esa interacción ciudadana sin pausa que a poco que le faltase se resentía. La madrugada en la que la Unesco decidió en Australia que la muralla era patrimonio de la humanidad, las cámaras lo grabaron saliendo de casa en ebullición y haciendo el camino hasta el Concello sufriendo por no tener a nadie a quién darle la noticia. Cuando ya estaba en Campo Castelo y a punto de lanzarse a los telefonillos de desesperación, optó en cambio por el surrealismo. Abrazó la estatua de Fole y le dijo: "Don Anxo (sic), ya somos patrimonio de la humanidad". Y respiró tranquilo.’

Me parece que siempre se ha visto como Tierno, pero a quien más se me ha acabado pareciendo es a Fraga

Pero toda la cercanía orozquiana, toda ese estar tan pancho entre ministros y entre gitanos, en fiestas de mayores y vestido de César, comiendo el primero con empresarios y el segundo con los ramistas, todo ese buen rollo puede tornarse ira al cerrarse las puertas. No tiene un humor lineal y predecible, como saben los que han trabajado con él; nunca se sabe cómo va a encajar una crítica por evidente que sea, siempre está tan cerca de ignorarla como de enfurruñarse sin medida.

Me parece que siempre se ha visto como Tierno, pero a quien más se me ha acabado pareciendo es a Fraga. No inserten todavía el emoticono de ‘El grito de Munch’. No son sus ideas ni es su pasado lo que les une, es una aspiración compartida, una pasión interior: la de ser recordado, la de ser apreciado, la de producir agradecimiento, la de mandar mucho porque se tiene la íntima convicción de que sabes qué conviene a los demás.

Nunca creí que Orozco se hubiera metido en política para forrarse. Pero puedes equivocarte de lleno aún con un objetivo diferente al del dinero. No solo la pasta ciega. Puedes hacer y dejar que otros hagan, puedes reducir tus límites de escrúpulos y puedes justificarte a ti mismo errores evidentes convenciéndote de que los hiciste por una buena causa, movido solo por ese ansia de ser el pastor de una comunidad.

Como la memoria colectiva no es programable, uno puede pasarse la vida preparando su entrada en la enciclopedia del futuro y que le salga rana. Creo que Orozco tiene ahora esa sensación y la errónea convicción de que necesita otros años en el gobierno para reescribirla. Como si fuera a servir de algo.

*Artículo publicado el sábado 6 de junio de 2015 en la edición impresa de El Progreso

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