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El estanco de San Marcos

SE PUEDE decir que una cosa se sabe de toda la vida cuando uno no se recuerda a sí mismo no sabiéndola, cuando no se ha aprendido sino que se llega con ella ya dentro, como el hígado, que ya viene instalado. Yo, de toda la vida, sé que el de la Diputación es el mejor convenio laboral posible. Y otros lucenses, con sus propios hígados, también lo saben de toda la vida.

No es que empezase a cubrir la Diputación siendo una veinteañera ignorante de todas las certezas y que éstas me fueran susurradas con la vergüenza con la que se reconocen los privilegios. No es que yo investigase, no es que nadie lo hiciera. Nada de eso hace falta con lo evidente, con las verdades de toda la vida. Los sindicalistas reconocían que había poco que hacer porque qué iban a pedir. Admitían que, hombre, algo siempre se podía mejorar, pero que yo ya me hacía cargo. Y yo por supuesto que me lo hacía. Si se pagaban las gafas de sol, las operaciones de miopía, los campamentos, los viajes a las Pirámides, las terapias no basadas en la evidencia, los gimnasios recetados por el médico para ese terreno de nadie que es La Espalda... ¿qué quedaba por aspirar?

Decía Umbral citando a Fuentes Quintana que el ideal de los españoles era tener un estanco, que "es industria no competitiva y que permite dormir la siesta". Que nos cuesta soñar a lo grande y que por eso todos llevamos dentro un estanco interior, de formas distintas pero similar pequeñez. "Unas oposiciones, un negociado con muchos quinquenios, una mercería modesta, pero céntrica, cosas así".

No creo que haya estanco más ansiado en Lugo que el del número 8 de San Marcos. No sé si precisamente estará en pie de tantos lucenses que lo soñaron, como si solo existiera a base de desearlo, fruto de una alucinación en grupo. A quienes no lo soñaban directamente, se lo soñaban sus padres. Mientras andaban ocupados faltando a clase, magreándose en las cuestas del Parque y contando que tripitían porque el profesor les tenía manía, los suyos hallaban la paz de espíritu visualizándolos en ese edificio, entre sus piedras frescas, con sus promesas para toda la vida, la vida laboral. Les custodiaban el estanco interior hasta que, adquirida cierta conciencia, los hijos se hacían cargo de él. Sabiendo lo que se sabía de siempre, cómo no plantar en otros el esqueje de esa aspiración tremenda, ser funcionario de la Diputación, el estanco interior más compartido, el logro total: era unas oposiciones, era una mercería modesta pero céntrica (para algunos no tan modesta, para algunos El Corte Inglés) y era, como teníamos claro los sindicalistas y todos los lucenses y yo, un negociado con muchos quinquenios.

Con esa certeza llegué a San Marcos, como llegamos tantos, a asistir a ruedas de prensa y presentaciones viendo a poquísimos de los elegidos, contados. Caminé hacia el salón de plenos observando tras los cristales a hombres podando despacio esos jardines secretos, que solo se anunciaban desde la muralla gracias al magnolio invasor, venga a recordarte que aquel edén te estaba prohibido. En el propio salón veía la eterna espera de la bedel que repartía botellines de agua. No confundir con el que encendía y apagaba las luces, el que daba el aviso si un micrófono no funcionaba, no. Ella aguardaba eternidades en la puerta a que alguien hiciera un gesto y entregaba un botellín. Tres, cuatro horas de jornada de tarde para dar en mano tres botellines, eso hacía. Yo no entendía nada. Y el que era para mí el mayor misterio de todos: la mesa sin ordenador de la secretaria que se sentaba ante el despacho de Cacharro, esa superficie vacía salvo por un teléfono con el que anunciar visitas. Elucubré mil veces sobre qué hacía con el tiempo en el que no avisaba de la presencia de nadie y concluí que se iba, abandonaba la mesa inútil y se trasladaba a donde fuera que verdaderamente se trabajaba, a las bambalinas del estanco, que siempre me quedaron ocultas. Solo existía en ese lugar si había alguien para verla.

Con el tiempo y la observación y el aburrimiento, otras reflexiones umbralianas me fueron reveladas. "Somos un pueblo cansado, pero no cansado de trabajar, sino cansado de ver lo poco que trabaja el señorito", decía el madrileño. Yo pasaba horas en los plenos identificando a los diputados que, tras comer en La Barra y aguantar debates insulsos, se abandonaban y echaban una cabezadita de votación a votación. Los sacaba en el periódico, ellos llamaban para decir que tomaban pastillas para la alergia y, al mes siguiente, volvíamos todos a hacer lo mismo. Acabé concluyendo que también ser diputado provincial, al menos entonces, es una "industria no competitiva y que permite dormir la siesta".

En San Marcos, todo son estancos.

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