Blog | El portalón

El bote de colonia

Ahora los museos no se visitan, se fotografían

LOS MUSEOS grandes se visitan arrastrando los pies. Se empieza el recorrido danzarina, parándose en las minucias con la concentración de la gran obra -fíjate, fíjate- y se acaba puliendo el suelo con caminar pesado, despreciando a genios como si una se cruzase cada día con cuatro o cinco monets en el pasillo de casa.

Ahora, además, se visitan con el móvil en la mano; se fotografían, en fin. Acabo de pasar dos días comprobando que se viajan cientos, miles de kilómetros, para sacar unas fotos completamente cutres de cosas que se podrían estar admirando desde casa a través de imágenes profesionales porque, por lo visto, llegados al destino no se tiene tiempo o ganas de ver lo que se supone que se ha ido a ver y se posterga ese momento al regreso del viaje. No entiendo nada.

Hace poquísimo rodó por las redes sociales la foto de un reportero del Boston Globe que mostraba al público admirando en la calle los posados de actores y actrices antes del estreno de una película. Decenas de personas se enfrentaban a la imagen a través del móvil, fotografiándola o haciendo vídeos, y solo una de ellas miraba la escena en vivo, a la cara: una anciana con la pose contemplativa perfecta, los brazos cruzados sobre una barandilla y, sobre sus manos arrugadas, apoyada la barbilla. Sonreía. Eso mismo pasa en los museos, abrumadora concentración del virtuosismo humano al que muchos se enfrentan a traves de una pantallita de 2x2 y solo unos pocos en crudo, sin filtro telefónico por medio.

A veces me molesta hacer estas reflexiones -cómo la tecnología merma nuestra capacidad de relacionarnos con la realidad, de encarnar el carpe diem- porque son muy de señora mayor, pero después de estar cinco minutos frente a un cuadro y ver pasar a diez personas que le hacen una foto, clic, y acto seguido, otra foto, clic, al cartelito con el nombre del autor y de la obra no veo cómo parar. ¿Se repasan esos catálogos particulares después o se dejan en el olvido de la memoria del móvil al lado de la foto de esos vaqueros que envías a tus amigas para pedir opiniones sobre si comprar o dejar? Yo digo olvido.

La memoria es frágil, cierto, y tampoco retenemos para la posteridad aquello que vemos y vivimos. A veces lo olvidamos y a veces nos lo inventamos y creemos que ocurrió así, con toda la fidelidad de la ficción que le hemos colocado.

Me encanta esa posibilidad. Me gusta recordar una situación de una forma y que otra persona lo haga de otra y que jamás nos pongamos de acuerdo, que tan fértil sea nuestra imaginación que nos haya llenado de adornos el recuerdo y ahora, con el trabajo inconsciente ya hecho, nos cueste renunciar a él. Quisiera que llegara un juez, un testigo externo y, en vez de darnos la razón a uno u a otro, derramara sobre nosotros una tercera versión, clara prueba de que la vida es más rica de lo que nos atrevemos a imaginar.

Con el móvil, con la pasión grabadora que caracteriza a nuestra época, se limita mucho esa posibilidad. Qué aburrimiento si discutimos apasionadamente sobre si tal cosa pasó así o asá y se agarra el teléfono como si fuera la Constitución, que habrá de decir la última palabra.

Total, que he comprobado que decenas de personas son capaces de fotografiar leonardos y cezannes, monets y manets, pisarros y todos los griegos anónimos que han dejado sin habla a generaciones antes que a nosotros y a las que vendrán sin ni siquiera echarles un vistazo. Y olé.

Muchos eran chinos porque los chinos son muchos siempre y, desde hace unos años, dan esa misma sensación de grupo compacto que antes daban los japoneses en tour por Europa: parecen una marea. No antisistema, sino proturismo exprimidor del tiempo.

Primero los vi, clic clic, paseando frenéticamente entre ambos lados de los pasillos, a dos disparos certeros por cuadro. Al final del recorrido, estaban hundidos en los sillones, echando cabezaditas reparadoras bajo los ojos de cientos de años haciéndoles de ángeles de la guarda. En la mano, por supuesto, todavía el móvil recalentado, con la memoria abarrotada de los ángeles en cuestión.

Los chinos abrieron hace dos años en Tianjin un museo en memoria de Samaranch -hombre al que adoraron porque les dio las Olimpiadas y, con ellas, la oportunidad de presentarse con cielos limpios ante el mundo- y allí se les puede ver haciendo fotos a fotos del catalán, a documentos del catalán y a botes de colonia usados por el catalán porque el centro alberga todos los recuerdos posibles, lo mismito que hacemos con aquellos que quisimos y ya no están: siempre conservamos de ellos alguna cosa absurda para todos menos para nosotros.

Ahora, ese bote de colonia comparte espacio en el móvil con, pongamos, un Van Gogh. Quién hubiera podido predecir que la tecnología nos haría llegar a esto.

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