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De copas con la tristeza

Cuatro años después, el fútbol se convierte en algo más. El jueves arrancará el Mundial de Rusia, un mes en el que saldar deudas y del que saldrán cuentas pendientes. Partidos sobre los que edifica este deporte, como uno que se jugó en Maracaná allá por 1950

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El fútbol es fútbol, pese a quien le pese, porque es injusto. Porque no siempre gana el mejor, porque en él hay un amplio espacio para la trampa, para el fallo, para la pillería... porque un tropezón, un montículo de césped, un rechace envenenado o una mano de Dios puede convertir al héroe en villano, al odiado en amado, al humano en Maradona.

El fútbol tiene un motor inagotable, una energía que lo mantiene en constante movimiento: la sed de venganza. No importa lo profunda que sea la herida, el tiempo nos pondrá de nuevo cara a cara con el enemigo, con el odiado enemigo sin el que es imposible vivir.

Por eso un Mundial es un Mundial. Por eso el planeta se detiene durante un mes cada cuatro años. Porque las heridas tardan mucho en curarse. Porque no sabes cuándo vas a tener delante esa camiseta que siendo un niño te hizo llorar. Lo único seguro es que ese sentimiento de venganza crecerá en tu interior mientras se transmite de generación en generación.

Tengo un compañero de trabajo que cada vez que pasa por mi lado mira hacia la tele y dispara un irónico "¿pero hoxe non hai fútbol?". Tiene razón, lo hay todos los días, pero lo que empieza el jueves en Rusia no es fútbol. Es un Mundial. Es el lugar en el que las derrotas duran para siempre y en el que un gol es capaz de sumir en la tristeza al país de la alegría.

En un Mundial se jugó el partido más importante de la historia. Un encuentro que desde años cuentan los padres a los hijos para que entiendan que no siempre triunfa el poderoso, que en el fútbol, como en la vida, a veces el pez chico se come al gordo. Sabiendo eso, uno se levanta de la cama con algo más de ganas. Sabiendo eso, uno se planta delante de la tele con la esperanza de ver ganar a su equipo aunque delante tenga a Maradona haciéndose pasar por un ser humano.

Como si de un cuento de García Márquez se tratase, la fantasía sobrevuela en todo momento el relato de lo que allí sucedió

Ese partido se jugó en el estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, el 16 de julio de 1950 y todo lo que allí sucedió forma parte de la leyenda. Como si de un cuento de García Márquez se tratase, la fantasía sobrevuela en todo momento el relato de lo que allí sucedió. Hay que creérselo todo, pero desde arriba, sin poner los pies en el suelo.

El Mundial de 1950 fue el primero que se disputó después de la Segunda Guerra Mundial. El planeta intentaba recuperar la alegría y Brasil, el paraíso del gozo,  organizaba el torneo en busca de un título que sentía suyo. Era la gran favorita y lo demostró llegando al último partido de la fase por el título en la primera posición. Un empate ante Uruguay sería suficiente para que empezase el carnaval más grande de la historia.

Maracaná, que fue construido para ese Mundial, albergó la mayor cantidad de gente reunida jamás para presenciar un partido de fútbol: 200.000 espectadores... todo el país hubiese asistido si el aforo lo permitiese. Brasil lo tenía todo de cara, pero enfrente había un buen equipo y le costó abrir el marcador. Fue en el minuto 2 de la segunda mitad cuando Friaça marcó el 1-0 y Maracaná estalló como una botella de champán en fin de año.

Así que Obdulio Varela demoró el saque desde el centro del campo hasta que los gritos se convirtieron en ecos y las risas solo eran muecas en los rostros

Apareció entonces en escena el negro Obdulio Varela, protagonista principal en este cuento. A Uruguay no le valía ni el empate, así que lo lógico sería rescatar el balón de la red y correr hacia el centro del campo, pero Obdulio Varela, capitán de Uruguay, mediocentro, líder dentro y fuera de la cancha, se sacó un as que escondía bajo el brazalete. Pensó que aquella fiesta en que se había convertido Maracaná favorecía a Brasil, un equipo formado por artistas, y él sabía que los artistas siempre funcionan mejor entre aplausos. Así que demoró el saque desde el centro del campo hasta que los gritos se convirtieron en ecos y las risas solo eran muecas en los rostros.

Juan Alberto Schiaffino empató para Uruguay en el minuto 66 y el silencio, que es más grande cuanta más gente haya, se apoderó de Maracaná. Una sombra de miedo cubrió el país y los gritos de júbilo se transformaron en rezos. Pero no había nada que hacer. Alcides Ghiggia apuñaló a Brasil a once minutos del final y Uruguay se proclamó campeón del mundo por segunda vez.

La alegría de los uruguayos era casi imperceptible en medio de aquel gigantesco funeral. Jules Rimet, presidente de la Fifa, vagaba por el césped con la copa en la mano en busca de su dueño. Le costó encontrarlo. Al cabo de un rato de cruzó con el negro Obdulio, se la entregó y le dio un apretón de manos. Nada más.

La tristeza que había provocado pesaba más en la balanza, así que decidió salir a tomar algo por una ciudad a la que había robado un carnaval

Ya de noche, en el hotel, al capitán de Uruguay no le salía ser feliz. La tristeza que había provocado pesaba más en la balanza, así que decidió plantarse cara a cara ante todo un país y salir a tomar algo por una ciudad a la que había robado un carnaval. Varios brasileños lo reconocieron, pero no tuvo ningún problema y acabó bebiendo con desconocidos en una extraña noche en la que la alegría se le mezclaba con la pena.

El fútbol ha crecido mucho y en el Mundial que el jueves comienza no habrá sitio para partidos escritos por García Márquez. Pero no serán solo duelos entre dos equipos. Habrá risas, lloros, venganzas y hasta es posible que alguno acabe como el negro Obdulio: de copas con la tristeza.

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