Blog | Que parezca un accidente

Y la vida fue un verano

EL VERANO, subjetivo y caprichoso, acostumbra a terminarse cuando le da la gana. A veces coincide con el inicio del otoño. Otras veces remolonea un par de semanas durante octubre hasta que por fin se levanta y se va. Pero hay años, como éste, en que termina de repente, a finales de agosto, mientras estás de sobremesa en un restaurante de nombre cualquiera en la Plaza del Fontán, en el Oviedo de Pérez de Ayala, con toda la vida por delante y un gintonic a medio apurar. Esa tarde llovió como nunca y a la mañana siguiente, en pleno invierno, tocaba volver a trabajar.

Hace tiempo que da igual. Apenas queda nada ya de los veranos de antes y hoy en día ni siquiera los finales tienen aspecto de final. Hubo una época, sin embargo, en que el verano comenzaba a finales de junio y duraba hasta que tus padres decidían que era el momento de regresar. El destino podía ser tu casa, tu ciudad, tu provincia, pero se trataba, en cualquier caso, de regresar a la normalidad. Hoy en día julio es igual que agosto, que se parece mucho a junio, que a su vez es idéntico a septiembre, y éste a mayo, y también a marzo, y a todos los demás. Las preocupaciones te persiguen a la playa. Hay gestiones inaplazables, trámites urgentes, compromisos que carecen del sentido de la oportunidad. En realidad, aunque no estés trabajando, nunca dejas de trabajar.

Llegabas al pueblo con tus padres y lo primero que hacías era coger la bici y acercarte a comprobar quién más había llegado

Cuando el verano era verano, todos los días y las noches eran una tarde soleada de agosto. No hace mucho me encontraba en Vilanova de Arousa, tomando algo algo en la terraza del bar que está frente a la pasarela que da a la playa de O Terrón, y unos chavales de unos nueve o diez años dedicaban los últimos minutos de luz a lanzarse al agua desde la barandilla de la pasarela. Lo hacían cada vez desde una zona más elevada. Observé que todos los que nos hallábamos en la terraza contemplando la proeza, durante unos instantes, éramos aquellos niños. Daba igual si hacía buen día o mal día. Si entre ellos había o no alguna rencilla. Su mayor problema, al fin y al cabo, era encontrar un sitio aún más alto desde el que saltar. Para todos los que estábamos alli, aquella improvisada pandilla arousana de Goonies era la felicidad. Al ponerse el sol se calzaron las chancletas, recogieron sus mochilas y camisetas y se marcharon juntos hacia la zona del puerto, llevando a pie sus bicicletas, comentando los mejores saltos y despidiéndose hasta el día siguiente. Mientras los veía alejarse tuve la sensación de haber formado parte de aquella pandilla hace mucho tiempo. Eran otras caras y pertenecían a otro lugar, pero era la misma pandilla, y yo, con veinticinco años menos, me alejaba con ellos.

Recuerdo aquellos instantes felices e inquietos. Llegabas al pueblo con tus padres y lo primero que hacías era coger la bici y acercarte a comprobar quién más había llegado. No eran tus amigos del colegio ni del barrio, pero durante dos meses y medio eran tus mejores amigos. Como si perteneciesen a un universo paralelo en el que también habíais pasado juntos el invierno. Los días consistían en ser eficazmente desperdiciados. Salías de casa a primera hora de la mañana y te unías a Javi, que ya venía de estar con Eloy en la fuente. Juntos bajabais al agro del cura, donde Marcos, Gonzalo y Jorge trasteaban con una pelota. Al cabo de un rato llegaban Miriam y Eva, y os marchabais todos al río a daros un chapuzón. A base de no hacer nada en toda la mañana llegaba el mediodía, y al regresar a casa te dabas cuenta de que tenías un hambre atroz aunque no sabías ni qué hora era ni habías pensado en la comida hasta entonces. La tarde era un calco de la mañana, y juntas repetían el dia anterior y el anterior. Por el camino, sin ocurrir nunca nada, sucedían mil cosas emocionantes que hacían que las vacaciones mereciesen la pena. Aventuras, amores, desamores, confesiones, errores, promesas, victorias, derrotas, lealtades, desilusiones. Creo que hay momentos en los que la vida entera cabe en un solo verano.

Malditos otoño e invierno. Con lo sencillo que sería dejarse llevar

Poco a poco, al final, todos se iban marchando. Dabas una vuelta con la bici para ver quién quedaba por ahí y te encontrabas con Rubén. Os sentabais en la marquesina y por primera vez teníais la sensación de estar malgastando la tarde. El día anterior te habías despedido de aquella chica que pasó aquel verano en el pueblo y solo querías que fuese junio otra vez. Qué pintabas tú allí, a doce de septiembre, otra vez con pantalones largos, sentado en un banco con Rubén. Malditos otoño e invierno. Con lo sencillo que sería dejarse llevar.

Mi buen amigo Isaac Pedrouzo describía muy bien esa sensación hace unos días, cuando me recordaba el final de Verano azul. Los chicos regresaban apenados a su ciudad y Beatriz dejaba una carta para Pancho, el único que vivía todo el año en el pueblo. En la última escena sonaba El final del verano, del Dúo Dinámico, y Pancho corría detrás del coche de Julia, la pintora, que parecía despedirse para siempre a través de la luna del coche. Uno se daba cuenta, al final de aquellos veranos, de que había vivido una vida en miniatura. Una pequeña novela ajena a su mundo que quizá no se volviese a repetir. Hoy en día, en julio hay parte de febrero y en febrero parte de julio, las estaciones se solapan y el verano, desleído en el resto del año, solo es una época más.

A veces no estoy seguro de si me da igual que se termine porque nada tiene que ver con los veranos de antes o porque, en realidad, el verano, el auténtico verano, terminó hace muchos años y todavía no ha vuelto a comenzar.

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