Blog | Que parezca un accidente

Un gramo de más

UNO DE LOS que dormíamos en la casa se levantó antes que los demás. La noche anterior nos había sorprendido temprano, sentados junto al mar hacia las cinco de la tarde, y nos había abandonado de madrugada. Urgía aprovechar la mañana. Para compensar. Guardó por orden la cartera, las llaves del coche, el teléfono y el reloj. Examinó la posibilidad de regresar en un par de horas sin necesidad de despertar a nadie y salió a pasear.

San Vicente descansaba sereno en la orilla, mecido por el suave oleaje. Como cualquier otra noche de verano, también se había acostado tarde. Miró el reloj y pensó que todavía era ayer. El día avanzaba despacio, caminando de puntillas entre las casas y los árboles, imponiéndose poco a poco a la bruma. En el puerto, ajenos al calendario, algunos pescadores regresaban de faenar. Dos o tres personas con todo el día y la semana y el verano por delante salían a correr. Al cruzárselos en la acera, dudó si sentirse bien o mal. Pensó que sus ojeras le delataban. Que su aspecto era el de alguien que apenas había dormido un par de horas. Que todavía arrastraba con él parte de la noche anterior. Y pensó que en aquella dura batalla de miradas, él era el claro vencedor.

Hay mañanas en las que uno puede ver cómo el mundo se despereza. Aquella era una de ellas. Los minutos remoloneaban entre las rendijas de las calles y los jardines. Los primeros rayos de sol comenzaban a instalarse sobre la playa. Pocas cosas hay más bellas que un pueblo costero al amanecer. Aunque sean las ocho de la tarde. Al fin y al cabo, los pueblos en Galicia amanecen cuando les da la gana. En días así, de alguna forma, parece que todo encaja. Decidió que era un buen momento para volver al coche y buscar un sitio para desayunar.

A dos kilómetros del pueblo, alejado de la normalidad, encontró un bar. Su aspecto por fuera era algo siniestro, pero por dentro lo era aún más. Al cruzar la puerta tuvo la sensación de que aquella gente llevaba varios años muerta. Tras la barra había un hombre difícil, de proporciones groseras. Acodado frente a él se encontraba un viejo marinero. Cojo, medio sordo y herido por el mar. Una mujer remendaba un pantalón en una mesa. Su cara era tan habitual, tan igual a la de cualquiera, que el recién llegado comprendió que difícilmente la podría olvidar. Pidió un café solo y cambio para tabaco. «Seguro que tienes en el coche», murmuró el dueño a regañadientes mientras molestaba a una caja registradora poco acostumbrada a madrugar. Se bebió el café de un trago, compró tabaco y salió a fumar.

Al regresar al interior del garito, la mujer y el dueño ya no estaban. Faltaba por pagar el café, así que tocaba esperar. Una televisión encendida invitaba al marinero a dialogar con su sordera. Comentaba en alto las noticias de los primeros informativos mientras su único acompañante, que notaba cómo el tiempo en aquel lugar se escurría por las grietas, no tenía más remedio que asentir. Hay momentos en los bares que deberían convalidar tres o cuatro años de Sociología.

En la tele apareció el mar. El día anterior, en el canal de Sicilia, había volcado un barco procedente del norte de África en el que viajaban unos seiscientos migrantes, de los que pudieron ser rescatados con vida tan solo cuatrocientos. Las imágenes eran sobrecogedoras. El marinero pronunció un sonido de desaprobación y dijo: «Deberían aplastarles la cabeza a todos». No se refería a las mafias. Se refería a aquellas personas que, apenas sin fuerzas, trataban atormentadas de no desaparecer bajo el agua durante el rescate. Aquella frase, aquel pensamiento infame, fue demasiado para quien hasta ese momento se había dedicado a asentir. Hay una vieja historia que cuenta cómo un arquitecto levantó la más hermosa de las bibliotecas pero se olvidó de contar con el peso de los libros. A veces, para que todo se venga abajo, basta con un gramo de más. La semana había sido muy dura por un sinfín de motivos y aquella frase miserable la acabó de rematar.

Dejó un euro sobre la barra y se marchó. Y en el coche pensó en Marta y en Juan Carlos, dos inmigrantes cubanos que había conocido unos meses antes, y en los tristes sacrificios que tuvieron que hacer para llegar a Galicia, y en cómo ahora tratan de sobrevivir en Madrid. Y pensó en el chico senegalés que abrió hace unos años la tiendecita al final de su calle, y en lo educado y buen tío que es, y en cómo resistió al principio, ganándose la vida mediante la venta ambulante cuando llegó a España en una embarcación como la que aparecía en el informativo, y en el miedo que tuvo que pasar y lo desesperado que tiene uno que estar para arriesgar así su vida. Y pensó que San Vicente era un poco más feo que media hora antes. Y que el día, gris e infeliz, había llegado de repente. Y notó la antipatía de los marineros que llegaban de faenar y cómo quienes salían a correr por sus playas les habían vencido. Y pensó que en días así, de alguna forma, parece que nada encaja.

Aparcó lejos y caminó hasta la casa. En el salón, desayunando, estaban el asturiano, la zamorana, el de Campelo y el de Vilardevós. Los demás aún dormían. Se fumó un cigarro con ellos y comentaron entre risas algunos momentos de la noche anterior. Quedaron en volver a verse pronto. Había sido una juerga digna de repetición. Y se dio cuenta de que no vale la pena. De que una frase canalla no es suficiente para echar abajo toda una biblioteca. Y poco a poco, en San Vicente, comenzó a salir de nuevo el sol.

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