Blog | Que parezca un accidente

Tiempo de supersticiones

Tal vez sea la Navidad la época en que más dulcemente cedemos a supersticiones rocambolescas y mitologías de saldo. Al propio hecho navideño, que mediante la deificación del nacimiento de un predicador judío desplaza y reinterpreta las Saturnales romanas, donde se celebraba el regreso del período anual de luz a partir del solsticio y se festejaba con banquetes e intercambio de regalos el fin de la época de trabajo y la llegada del invierno, hay que sumarle la conmemoración de la visita al recién nacido hijo de Dios en Belén de sacerdotes representantes del imperio parto, que mezclado con los ecos de las propias Saturnales ha derivado a lo largo de los siglos en el día de sus majestades los tres reyes magos de Oriente, así como el tradicional allanamiento de morada de un lapón vestido para siempre de rojo por obra y gracia de un refresco y que es resultado de un batiburrillo de creencias y supersticiones entre las que se encuentran de nuevo el mito solar romano, la hagiografía de un sacerdote católico de Anatolia que vivió en el siglo 4 d.C. llamado San Nicolás, la emigración de su festividad a Estados Unidos en los primeros barcos holandeses con la consecuente transformación de Sinterklaas en Santa Claus, y su superposición en Europa a otros ritos paganos y religiosos como el Olentzero vasco, el Tió catalán, el Apalpador gallego, el Yule log británico, la Befana italiana, el Santiklaus suizo o el Bonhomme Noël francés, naciendo así el entrañable Papá Noel o ‘padre Navidad’, que surca los cielos en un trineo que unos elfos cargan de regalos y del que tiran unos cuantos renos voladores.

Pero la superstición, que a diferencia de los dichos y refranes que encapsulan en aforismos la sabiduría popular acumulada a través de la experiencia, consiste en la interpretación y explicación irracional de sucesos en apariencia sobrenaturales y nace de ordinario del miedo o la ignorancia, no se detiene en los grandes acontecimientos religiosos y sus ceremonias, sino que abarca también un gran número de pequeños ritos que en cualquier época del año establecen pautas de conducta a modo de advertencia asociando a un determinado hecho o grupo de hechos una consecuencia específica. Así, en una concatenación ilógica y disparatada de acciones y reacciones, la superstición sentencia la buena fortuna en el caso de que se produzcan determinados hallazgos, como por ejemplo un trébol de cuatro hojas, o de que se porten extraños objetos como una herradura de caballo, una pata de conejo y otros amuletos de lo más variopinto.

Lo terrible es que la mala suerte, a veces incluso concretada en condenas precisas y desalmadas como la caída del cabello, siete años de infortunio o incluso la muerte, también es una de las consecuencias de los actos para los que la superstición prevé un resultado inexorable. Como si pudiese existir nexo causal alguno entre pasar por debajo de una escalera, casarse un martes día 13 o romper un espejo y una serie de circunstancias personales desfavorables e inevitables. Como si el azar estuviese condicionado en su aleatoriedad por actos aislados y desconectados física y temporalmente de cualquier evento futuro posible. Pensar que alguien va a gozar de buena suerte por haber pisado en la calle los excrementos de un animal o haber tocado una pieza de madera y, sobre todo, creer que algo tan ajeno a la vida de cualquiera y su control sobre ella como derramar el vino en la mesa va a arrastrar sin remedio consecuencias fatales es propio de una mentalidad infantil y un caracter inseguro y poco reflexivo. Un episodio sucedido en Noia hace algo más de cuatro décadas es uno de los ejemplos más ilustrativos de ello.

La superstición es la explicación irracional de sucesos en apariencia sobrenaturales

Cuenta la leyenda -una de las muchas que rodean a esta historia- que cuando hace seiscientos años se estaba construyendo la iglesia de San Martiño, ubicada hoy en día en la plaza de O Tapal, cayó sobre el templo una maldición que castigaría con la muerte a quien terminase de edificar la segunda torre. La tradición gallega ubica en Noia el lugar en el que se establecieron Noé y su familia tras el diluvio universal, identificando el monte Iroite, el pico más alto de la Sierra del Barbanza, con el el bíblico monte Ararat, donde el último de los patriarcas antediluvianos toco al fin tierra con el arca. La relevancia de Noia como una villa fundada por el mismísimo Noé -la relación etimológica es clara- podía hacer que su iglesia compitiese con la propia catedral de Santiago, donde según la doctrina católica descansan los restos del apóstol, por lo que se impuso el temible castigo a quien se atreviese a terminarla levantando el segundo campanario.

En 1973 el director de cine Claudio Guerín se encontraba en la villa con su equipo rodando la película La campana del infierno y para la última escena decidió construir con cartón piedra la segunda torre de la iglesia de San Martiño, desoyendo las advertencias de los lugareños, que temían que su osadía fuese castigada con el cumplimiento de la maldición. Cuando colocaron la última pieza, el propio director ascendió por la estructura para supervisar el resultado desde lo alto y poder dar comienzo así a la grabación. Pero lo fue lo último que hizo. Perdió el equilibrio y se precipitó al vacío, cayendo sobre el suelo de piedra y perdiendo la vida en un desgraciado accidente.

Algunos creerán que Guerín debió haber hecho caso de la superstición. Que su muerte estuvo sin duda relacionada con la maldición de la segunda torre. Lo más lógico y sensato, sin embargo, es pensar que cometió un error al caminar sobre el andamio.

O bien que se cruzó por allí algún gato negro, claro. Porque las demás supersticiones son ridículas e infundadas, de eso no cabe duda, pero que se te cruce por delante un gato negro, ¡lagarto, lagarto!

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