Blog | Que parezca un accidente

Refugiados afortunados

Imagínese a usted en esa situación. Usted, que hace tres años tenía una vida normal y corriente


HOJEANDO LA prensa estos días me he encontrado en varias ocasiones con la expresión "refugiados afortunados" para hacer referencia a aquellos que han logrado por fin llegar a Alemania. El calificativo es comprensible. Alberto Sicilia contaba en su cuenta de Twitter cómo uno de ellos había roto a llorar cuando le explicaba el respeto con el que le estaban tratando en Múnich, a diferencia del maltrato sufrido en Hungría a manos de la policía. Es un calificativo comprensible, decía, pero también es injusto.

Cuando hablamos de refugiados nos referimos a un grupo de gente que huye de Siria buscando asilo en otros países. Una masa informe de personas cuyas circunstancias individuales, como es lógico, desconocemos. Pues bien. Supongan por un momento que son las suyas. Las de ustedes, que leen esta columna. Imagínense viviendo su vida normal, la que tienen ahora, yendo a trabajar por las mañanas, recogiendo a sus hijos en el colegio a mediodía, disfrutando del fin de semana con su pareja, llevando su coche al taller un día cualquiera, cuando de repente estalla una guerra civil. Al principio parece algo ajeno y sus circunstancias no se ven demasiado afectadas. El país sigue adelante. Usted continúa yendo a trabajar y recogiendo a su hijo en el colegio, aunque la preocupación es creciente. Pasa un año y las cosas se ponen peor. Lee en los periódicos cómo el conflicto entre el ejército y los rebeldes reduce a cenizas una ciudad entera, muy cerca de donde vive, y las cifras de muertos y heridos comienzan a mezclarse con noticias de amigos y conocidos que deciden elegir el exilio. La situación es inestable, pero usted no quiere someter a su familia al trauma de dejar toda su vida atrás. Por el momento, se impone la esperanza.

Transcurre otro año más. Una de las facciones rebeldes se ha enfrentado tanto a las demás como al ejército. Han conquistando un tercio del territorio nacional e instaurado el imperio del terror. Miles de civiles desarmados han comenzado a huir en bloque hacia la frontera con Turquía. En su fuga, muchos de ellos son aniquilados con ametralladoras antiaéreas. Se cometen cientos de barbaridades, crímenes atroces, las más crueles violaciones de los derechos humanos. Hace tiempo que usted ya no va a trabajar, ni su familia, atemorizada, sale de casa. Han pagado a un hombre para que les saque del país. Una noche, un automóvil viene a recogerlos. A la mañana siguiente, usted, su pareja, su hijo y tres maletas amanecen en Turquía.

Cruzan el país siguiendo la estela de docenas y docenas de sirios que caminan por el arcén de una carretera. Es un camino de diez días hasta la frontera griega. Duermen donde pueden y antes de darse cuenta han agotado las provisiones que tenían. Cuando llegan a Grecia deciden cruzar a Macedonia por el norte con intención de subir al tren que les llevará hasta Serbia. Consiste en un convoy atestado de gente que trata de acceder a él a golpes, subiendo a sus hijos a través de las ventanillas para luego enlatarse ellos mismos en un vagón claustrofóbico. Usted no quiere que su familia tenga que pasar por eso, pero sabe que Hungría levanta una concertina con el fin de evitar la entrada a quienes huyen del horror y el tren es la forma más rápida de llegar.

La situación en el apeadero es abominable. Por primera vez se da usted cuenta del verdadero alcance de la crisis humanitaria en la que su pueblo se ha visto sumido. Intentando subir al tren, entre gemidos, gritos y empujones, hay ancianos, niños y mujeres embarazadas. Por un momento le entran ganas de llorar y maldecir su suerte, pero sabe que su pareja y su hijo necesitan que no se venga abajo. Al llegar a Serbia recalan en un campamento con tiendas para primeros auxilios en el que podrán descansar. A su alrededor hay más de cinco mil personas que al día siguiente continuarán su éxodo hacia Europa. Antes de dormir, piensa en cuántos de ustedes conseguirán entrar.

Hungría ha destinado cuatro mil efectivos más en la frontera. Al llegar se encuentran con un escenario terrible. La policía apalea a quienes logran romper el cordón, son insultados por la población y despreciados por las autoridades, las condiciones sanitarias de los campamentos son infrahumanas y el reparto de comida se hace mediante el lanzamiento de víveres desde el otro lado de una reja. Tras una larga espera de varios días, consigue un visado Schengen para usted y su familia y acceden a un tren que les lleva a Viena. Duermen en la estación junto a otros doscientos refugiados y al día siguiente, al fin, parten para Múnich, su lugar de destino.

Al llegar son recibidos por oficiales que les ofrecen comida, agua y mantas. Observan carteles en los que se da la bienvenida a los refugiados y manifestaciones que exigen la desaparición de las fronteras. Después de varios días de burocracia imposible, se les asigna un albergue de primera acogida. Durante la primera noche, recostado en una de las muchas camas de un inmenso barracón —su pareja y su hijo se encuentra en otro—, piensa en cuántos se hallan atrapados todavía en las fronteras, en cuántos han perdido la vida, en cuántos no han conseguido siquiera abandonar Siria. Reflexiona sobre su situación y comprende que están solos. Que de su vida anterior no queda nada. Lo único que es suyo ahora es esa cama sobre la que se encuentra. Da igual a qué se desicasen antes usted y su pareja. No hablan alemán, y si con suerte encuentran un trabajo, será asfaltando carreteras de sol a sol o destripando pollos en un matadero. Se pregunta si será capaz de volver a empezar de cero. Si alguna vez volverá a ir a trabajar con tranquilidad por las mañanas, recogerá a su hijo en el colegio, disfrutará del fin de semana con su familia. Imagínese a usted en esa situación. Usted, que hace tres años tenía una vida normal y corriente. Y piense que sobre usted se está escribiendo, como es comprensible, que es un "refugiado afortunado". Menudo mundo de mierda.

*Artículo publicado el domingo 13 de septiembre de 2015 en la edición impresa

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