Blog | Que parezca un accidente

Oposita, que algo queda

HACE ALGUNOS años me levanté una mañana cualquiera, me preparé un café espeso y somnoliento, me comí dos tostadas con margarina, mermelada y delicioso pan carbonizado, me duché, me vestí, me senté en el sofá del salón y decidí preparar una oposición. 

Siempre he creído que las grandes decisiones deben tomarse así, a la ligera, sin pensarlas demasiado. Si uno le da demasiadas vueltas a cualquier proyecto que pueda afectar al resto de su vida corre el riesgo de acabar retrasándolo hasta lo inaceptable o de echarse atrás. Incluso si se trata de un proyecto menor que no podría afectarle en absoluto corre el mismo riesgo. 

Llevo dos meses intentando escribir la primera frase de una novela. Le he dado tantas vueltas a la trama que ya he regresado por segunda vez al punto de partida; he diseñado al protagonista, al héore, al antagonista y al antihéore, los he desechado, los he esbozado de nuevo y los he vuelto a desechar; me he pasado medio día con Santiago Jaureguízar estudiando en su casa los posibles arcos narrativos que mejor encajarían con el relato; he intentado, sin éxito, componer un gran final; he cambiado de idea; he desistido; he vuelto a empezar. Nada de esto habría ocurrido si hace dos meses me hubiese sentado frente al ordenador y, sin pensármelo dos veces, me hubiese puesto a teclear. 

Lo primero que hice una vez había decidido opositar es elegir mi puesto de destino. Cuando comienzas una oposición lo más conveniente es imaginarte a ti mismo sentado en un gran despacho con los pies sobre la mesa, intercalando órdenes arbitrarias con pastosas bocanadas del humo de un habano aristocrático. Jamás se debe perder la perspectiva de por qué merece tanto la pena el esfuerzo. La imagen de ti mismo como un alto funcionario disfrutando de un sueldazo es la zanahoria al final del palo. 

En cuanto hube determinado cómo decoraría mi despacho y qué clase de moto me compraría con mi primer sueldo de ministro, salí a la calle a hacerme con un temario. Descubrí con satisfacción que los había de muchas clases y diferente extensión. Me probé unos cuantos pero a casi todos les ponía algún reparo. Que si éste está bien pero me viene grande. Que si este otro me aprieta demasiado. Que si este es perfecto pero habría que subirle un poco los bajos. Por fin, un viejo vendedor que hasta ese momento había permanecido callado me tomó las medidas, echó unos números sobre un pedazo de papel y concluyó: "Lo que usted necesita es el temario del cuerpo técnico de la administración". No sabía qué significaba aquello, pero su cara de típico actor secundario clave para el argumento de la peli me convenció: "No se hable más. Me llevo dos". 

Llegué a casa, coloqué los temas sobre la mesa de mi escritorio y en seguida comprendí que necesitaba un mal hábito. No se puede dedicar uno a algo que implique pasarse varias horas concentrado en silencio y no cultivar un buen vicio por el que poder asomar la cabeza de vez en cuando para respirar. Consideré la opción del alcohol, pero si la universidad me enseñó algo es lo difícil que resulta compaginar la embriaguez y el estudio. Valoré otras posibilidades menos insanas pero no era lo mismo, la verdad. Se perdía toda la gracia. Hasta que por fin comprendí que debía comenzar a fumar. "Llegará un momento –pensé– en que estaré convencido de que mi vida como opositor es una mierda, pero al menos siempre tendré a mano un cigarrillo en el que poder refugiarme". Y me imaginé a mí mismo varios años después cerrando el temario, apagando la vieja y cansada luz de un flexo miserable y saliendo al balcón a fumar. Y deseé ser algún día ese tipo. 

Mi primera toma de contacto con los temas fue clasificarlos por materias, asignando a cada materia un color que se correspondería con el de la carpeta donde los archivaría una vez los hubiese subrayado. Dispuse sobre el escritorio un surtido de lápices, bolígrafos y rotuladores que utilizaría de acuerdo al siguiente método: con el rotulador rojo subrayaría las frases de cada párrafo que resumiesen la idea principal del mismo; con el azul subrayaría las frases destacadas que desarrollasen esa idea principal; con el verde incluiría en un círculo las palabras clave; con el marcador fluorescente amarillo remarcaría las fechas, los nombres de las leyes y el número de cada artículo; con el marcador naranja destacaría los nombres propios; con el bolígrafo negro uniría con flechas los contenidos relacionados de cada página; con el bolígrafo azul apuntaría en el margen derecho qué párrafos recogían únicamente doctrina jurídica; y con el lápiz haría un resumen de cada párrafo en el margen izquierdo. Establecí un protocolo similar para clasificar las páginas con pósits y coloqué delante de la mesa un corcho para clavar anotaciones. 

Invertí toda la tarde en trazar el perfecto plan de estudio. Hice una prueba controlando cuánto tiempo me llevaba memorizar las tres primeras páginas del tema 1. Extrapolé el resultado a todo el temario calculando el tiempo extra necesario para retener a la vez todas las páginas de un solo tema. Le sumé el repaso diario. Desconté el día que invertiría semanalmente en recapitular y el día de descanso. Establecí una aproximación de cuántos días ahorraría por vuelta cada vez que estudiase otra vez todos los temas. Determiné cuántas vueltas me harían falta para ser capaz de repasar todos los temas en una sola semana. Y por fin resolví que necesitaría cuatro años para poder presentarme por vez primera al examen con alguna opción de obtener una plaza. Siempre y cuando ese año se convocase mi oposición, porque de lo contrario serían cinco años o tal vez seis. 

Me puse a estudiar justo a la mañana siguiente. A los tres días ya no podía más. "Lo mejor será que me olvide de esta estupidez y me dedique a escribir una novela –me dije a mí mismo mientras echaba mano del primer cigarrillo en el balcón–. Al fin y al cabo se trata de escribir. No puede ser tan difícil".

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