Blog | Que parezca un accidente

No me gusta ir de compras

MI RETINA, que a estas alturas yo creía acostumbrada ya a cualquier haz de luz, todavía se nubla hoy recordando algunos de los titulares que hace poco más de un mes poblaban los diarios informando sobre la apertura en la calle Gran Vía de Madrid de una tienda de más de doce mil metros cuadrados, propiedad del grupo Inditex pero alquilada a una cadena irlandesa del textil, en la que se emplearían a casi seiscientas personas. La población entera de Triacastela en un solo local. Y todos trabajando. Ahí es nada.

Las colas frente a su puerta, como en alguna suerte de pleitesía bíblica, duraron cuatro días. Se formaron filas en zigzag, que aún así llegaban a la plaza de la Luna, donde los empleados repartían tickets numerados de acceso al establecimiento. Dos grupos antidisturbios de las Unidades de Intervención Policial se desplegaron en la zona para evitar alteraciones derivadas del caos y la tensión propios de las aglomeraciones. Se llegó a cortar el tráfico en Gran Vía con motivo de la masiva afluencia de gente durante la inauguración. En el interior de la tienda hubo discusiones, golpes, carreras y atropellos. Miles de personas hipnotizadas acudían en filas imprevistas a su particular Hamelín, como en un hechizo insoportable, dispuestas a gastarse su dinero en lo que fuese y despertar suavemente al salir, acaso confesando no recordar dónde habían estado durante las últimas dos horas. Comparada con semejante furia consumista, la obsesión de Gollum por el Anillo Único de Tolkien se queda en un mero antojo pasajero.

Y no soy capaz de entenderlo. No comprendo qué puede mover a alguien a querer aplastarse contra una puerta injusta entre cientos de personas, como un enjambre de mosquitos hirviendo nerviosos sobre el cristal de un farol. Mi instinto de supervivencia, no siempre oportuno, me empujaría angustiado hacia el lado opuesto. Al fin y al cabo, cuando uno se ve inmerso en el remolino trata de nadar hacia el exterior y no hacia el centro. Esta gente, sin embargo, víctima tal vez de la más común de las lobotomías, se esforzaba en lo contrario. Algo que me desordena y al mismo tiempo me espanta, especialmente cuando lo que hay al otro lado es una tienda de ropa.

Me da igual su tamaño. Sean moles gigantescas como la de Gran Vía —en ésta hay ciento treinta y una cajas registradoras y noventa y un probadores— o pequeñas boutiques, no me gustan las tiendas de ropa. Y no me gustan porque no me gusta ir de compras. Lo paso mal. Me siento como un pez fuera del agua mientras el resto de clientes parece integrarse a la perfección en un mundo hecho a su medida. Cada vez que entro en una tienda es como si me colase en otra dimensión en la que al único al que le parece extraño tener que examinar prendas de ropa al lado de desconocidos mientras decide qué va a vestir durante los próximos meses es a mí.

Me molesta la atención excesiva de los dependientes cuando no los necesito y viceversa. Detesto tener que desnudarme en un probador, que antes ha sido de otro y antes de otro más, para comprobar si las prendas elegidas, que tal vez ya haya probado y descartado alguien, son o no las definitivas, devolviendo a la estantería aquellas que, aunque ya las haya llevado encima unos segundos, no voy a comprar. Me pone nervioso el alboroto con el que el resto de clientes acomete la exploración de perchas, mesas y anaqueles, como si arrasar la tienda a su paso formase parte del ritual. Es como si la sociedad, que de puertas para afuera es un ente más o menos calmado y predecible, en la tienda de ropa se convirtiese en la fauna descontrolada de una jungla peligrosa e inflexible.

Y en el fondo sospecho que es precisamente eso lo que sucede. Dentro de la tienda de ropa, el universo muta y se rige por normas imposibles que alimentan el caos. Y como si de uno de esos eventos cósmicos que suceden invariablemente cada cierto período de tiempo se tratase, el punto crítico de inestabilidad de ese universo distinto y caótico es la Navidad. Ahí es cuando todo se va directamente al carajo. Todo lo que detesto de una tienda de ropa se multiplica entonces por diez y se extiende a cualquier tipo de establecimiento, repitiendo el modelo en joyerías, tiendas de juguetes, de electrodomésticos, etc. Cada una con sus gritos, sus colas y sus estanterías arrasadas. La Navidad es una inauguración permanente de un Primark en Gran Vía.

Pero se trata de una rueda de molino con la que no nos queda más remedio que comulgar. Si por mí fuese, jamás iría de compras en Navidad. Pero tengo que comprar los regalos de mis sobrinos y primos pequeños. El año pasado traté de convencerles de que los Reyes Magos sí existen y que lo apropiado sería que yo me despreocupase y que ellos confiasen en que, si se habían portado bien, los Reyes les trajesen algún regalo. Les senté y les expliqué que la posibilidad de que unos monarcas orientales se dedicasen a repartir obsequios entre los niños occidentales tenía mucho más sentido que pensar que todos los padres del mundo se habían conchabado para, en la misma noche del año, hacerse pasar por esos monarcas. Se me quedaron mirando y dijeron: "Prometiste que nos comprarías la Play". Y me fui de compras.

*Artículo publicado el domingo 6 de diciembre de 2015 en la edición impresa

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