Blog | Que parezca un accidente

Mis enemigos los niños

TE CASAS. O no. Vives con tu pareja y decidís tener un hijo. Qué época más bonita, el embarazo. Cómo será su cara. A quién se parecerá. Qué felices seremos los tres. Ay. Las contracciones, los ataques de nervios, el parto. Qué distinta es ahora la vida. Se parece a su abuela. Es igual que su abuelo. Su primera sonrisa. Sus primeros pasos. Ya sabe decir papá y mamá. Cómo lloraba en su primer día de guardería. Pues el mío duerme toda la noche de un tirón. ¿Cuántos añitos tienes? Le encantan los animales y jugar con otros niños. ¡Está hecho un hombretón! No es porque sea hijo mío, pero. ¿Cómo se llaman tus amiguitos? Qué ocurrencias más ingeniosas tiene. He conocido a otros papás. Por las tardes se juntan en las terrazas que hay en la plaza detrás del colegio. Hemos tomado la plaza. Somos cuarenta padres y unos sesenta niños. Nuestro ejército ha hecho suyas las sillas, las mesas, las aceras y los jardines. Los camareros son nuestros rehenes. El asedio es un éxito estratégico. Los niños tienen libertad para proceder a la destrucción de la plaza en cuanto llegue el buen tiempo. El bienestar y la tranquilidad de los ciudadanos sin hijos es nuestro objetivo. Los niños se encargarán. Nosotros podemos seguir a lo nuestro de espaldas, en una mesita apartada, comentando lo duro que es ser padre.

Los niños son mi enemigo natural. Por fortuna hay benditas excepciones, pero en general es un colectivo con el que estoy en guerra. Igual que ellos lo están conmigo. A la mayoría de los niños no les caigo bien. Me observan con recelo, como si sospechasen de mí incluso cuando todavía no tienen uso de razón. En el fondo no deja de ser otra dimensión más de la eterna lucha de clases. Los oprimidos luchamos contra los poderosos, y no cabe duda de que ellos lo pueden todo. La plaza, la ciudad, el mundo entero les pertenece. Sus necesidades son prioridad. No hagas ruido, que el niño está durmiendo. Saldremos una hora más tarde de lo previsto porque el niño ahora no quiere merendar. Se les premia por méritos ridículos en un ejercicio de peloteo sin precedentes. ¡Muy bien, Carlitos, que no has dejado nada en el plato! Eso también lo hago yo. ¡Un aplauso para Laurita, que se abrocha ella sola los cordones de los zapatos! Eso también lo sé hacer yo. ¡Bravo por Pedrito, que ya no lleva pañales! Pues vaya cosa, yo tampoco y no voy por ahí presumiendo.

El conflicto se agrava cuando se adueñan sin reparos de lugares que hasta entonces considerabas tuyos, como tu cafetería preferida, el parque que hay debajo de tu casa o tu restaurante habitual, que te ves obligado a abandonar para siempre, con el hatillo al hombro, buscando nuevos refugios a los que poder llamar hogar. La primera vez que me atacaron los niños fue cuando regresé de Santiago tras ocho años viviendo allí. Cuando te mudas es fundamental decidir cuál de todos los bares de tu nueva ciudad va a ser tu bar. Es algo demasiado serio como para no prestar un juramento de fidelidad. No se puede estar cambiando de bar todos los días porque si no la gente qué va a pensar. El ataque se produjo unas semanas después de haber elegido uno. Nada más cruzar la puerta aquella tarde advertí que algunos de ellos, de entre tres y cinco años, habían ocupado mi mesa de siempre, así que opté por sentarme en otra. No quería problemas. Si habían venido a provocarme no lo iban a conseguir. Uno de ellos, el más pequeño, me sonrió alevosamente y se acercó a mí. Por aquel entonces el mundo era un lugar decente y todavía se podía fumar en los bares. En un movimiento astuto y certero, cogió el cenicero y comenzó a golpearlo contra la silla mientras balbuceaba ininteligibles eslóganes de guerra, y las colillas, las cenizas y mi hombría se desparramaron por toda la mesa, mi ropa, mi café y mi entereza. Supe en el acto que había perdido la batalla.

El bienestar de los ciudadanos sin hijos es nuestro objetivo

Sus padres, que pasaban el rato chismorreando en la mesa, ni siquiera le dieron importancia. Y ahí está en realidad el problema. Hace no mucho, en un restaurante, me vi obligado a afear la conducta de unos críos que corrían y corrían entre las mesas, escondiéndose unos de otros entre mis piernas y las de mi novia. Cuando les dije que se estuviesen quietos, sus padres tomaron el mando para reivindicar su exclusiva competencia en la educación de sus hijos, recriminándome por mi impertinencia, recordándome que los niños tienen que correr y jugar y recomendándome que no saliese de mi casa si no era capaz de vivir en un mundo con niños. Muy lógico todo. Hemos llegado a un punto tal que a un buen amigo, la semana pasada, el personal de un buffet libre lo felicitó porque sus hijos no habían causado ninguna molestia al resto de clientes. Porque esa es hoy la excepción y no la norma. Los niños, decía, son mi enemigo natural. Pero no por el hecho de ser niños -nadie es perfecto-, sino porque están comandados por padres sin educar.

Temo al buen tiempo porque los padres y sus hijos, como en un documental, salen de sus escondrijos y se apropian de plazas, parques, calles y terrazas, convirtiendo la ciudad en un jaleo de lloros, pelotas, carreras, gritos, juguetes y escondites. Pero temo también al mal tiempo, porque el desorden se traslada entonces a bares, cafeterías, cines y restaurantes. Desde hace dos o tres años han comenzado a aparecer los primeros establecimientos en los que se prohibe la entrada a los niños. Donde puedes comer sin que una bandada de críos pase corriendo por debajo de tu mesa. Donde puedes tomarte un café sin que un niño te tire encima un cenicero con la anuencia de sus padres. Qué quieren que les diga, a mí me parece fenomenal. Si puedo elegir un bar libre de niños lo haré sin dudarlo. Hasta que tenga mis propios hijos, por supuesto. Me va a decir a mí un hostelero a dónde puedo yo llevar o no llevar a mi familia. Ahora resulta que antes de hacer cualquier cosa o de reaccionar a los actos de los demás vamos a tener que ponernos primero en su lugar. Lo que faltaba.

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