Blog | Que parezca un accidente

Las ovejas de Halldór Laxness

COMO NO PODÍA SER de otro modo, el funeral de Graham Chapman en 1989 ha pasado a la historia como uno de los más irreverentes que se recuerdan. La culpa la tuvieron John Cleese y su mordaz discurso, en el que se burló del difunto con la complicidad del resto de los Monty Python y probablemente con la del propio Chapman si hubiese estado vivo. Casualmente, el día de su entierro estaba muerto. Una pena.

Fueron muchos los que que creyeron que sobreviría al cáncer. Él mismo se encargó de difundir esa mentira, como cuentan el propio Cleese y Terry Gilliam en ‘Monty Python: casi la verdad’. Los dos humoristas recuerdan cómo durante los últimos años su aspecto era peor cada vez que se veían, pero él los tranquilizaba con ironía: "Soy médico, si estuviese enfermo lo sabría". No pasó mucho tiempo hasta que tuvo que reconocer públicamente que se moría, pero poco antes de fallecer se le ocurrió una excéntrica idea. Llamó a uno de los diarios de más tirada del país y les dijo que se había curado y que estaría dispuesto a contarlo en un reportaje a cambio de una cuantiosa suma de dinero. Y así sucedió. Graham Chapman aparecía en portada sobre un titular que entrecomillaba cómo había superado el cáncer e invitaba a leer la entrevista a doble página en la que se detallaba el milagro. "Murió al mes siguiente", comenta Cleese entre risas, alabando la última gran broma del cómico británico.

Supongo que hay mentiras que son mejores que la verdad, al margen de su perversión o su malicia. Hubo quien despreció a Chapman por el mal gusto de su bufonada, pero cuánto peor habría sido si hubiese aparecido en el periódico describiendo su dolor, explicando su agonía. Cuánto más triste y desagradable. A veces la sinceridad es una cosa terrible. El protagonista de La vida de Brian demostró disfrutar de un gran sentido del humor a pesar de las circunstancias, riéndose incluso de la enfermedad que al mes siguiente se lo llevaría a la tumba. Reconozco que cuando supe de esta historia no pude evitar celebrar su extravagancia mientras se me escapaba una sonrisa.

Permítanme que reinterprete a Halldór Laxness y afirme que cualquier mentira a menudo es más significativa que una verdad dicha con toda sinceridad. Hay mentiras fantásticas, elaboradísimas, tan trabajadas que, en el fondo, de alguna forma son verdad. El único problema es mantenerlas en el tiempo. Me contaba hace poco un juez cómo en cierta ocasión, durante un juicio, tuvo que construir toda una ficción que finalmente se vino abajo por el inoportuno ataque de sinceridad de su actor principal: un testigo protegido que tenía que declarar contra algunos de sus paisanos en un caso de narcotráfico. Al notar que padecía de un defecto en la garganta que dotaba a su voz de un carácter muy particular y, sobre todo, reconocible, decidieron que, además de montar unas mamparas en la sala tras las que se ocultaría el testigo, articularían un sistema que evitase que tuviese que hablar. A la vista de que no tenía demasiadas luces le pidieron que fingiese no tener voz y que contestase a las preguntas que le fuesen formuladas escribiendo la respuesta en una libreta que una funcionaria recogería y leería en su lugar. El juez le preguntó si lo había entendido y contestó que sí. Se lo preguntó una segunda vez y respondió lo mismo. Así que los narcos entraron por fin en la sala y comenzó la vista oral. El abogado se dirigió al testigo y preguntó: "¿Reconoce usted a alguno de los acusados?". Entonces, para sorpresa de todos, se escuchó una voz torpe y contrahecha proveniente de detrás de la mampara que decía: "¿Y cómo no los voy a reconocer? ¡Son mis vecinos!". Acto seguido, en el banquillo de los acusados alguien exclamó: "Hostia, el José Luis".

Hay mentiras que vale la pena sostener. Hacen que el mundo sea un lugar más agradable. Sobre todo si te llamas José Luis, eres gangoso y estás testificando contra unos tipos que se mueren de ganas por rebanar el pescuezo del soplón que los ha sentado ante el juez. Recuerdo cuando en 1998 Burger King decidió sacar al mercado la primera hamburguesa para zurdos y se inventó una bonita historia sobre ingredientes contrapesados, ciencias biomecánicas aplicadas y estudios físicos sobre el centro de gravedad de la cebolla, el queso y el tomate. Se convirtió en un éxito entre la población zurda que, cual elefante orejudo volando gracias a una pluma, defendía que era mucho más fácil de comer y que sus componentes no se desparramaban. Hasta que apareció un listo explicando que lo de las hamburguesas equilibradas según la zurdera o la destreza del comensal era una tontería y el Left-Handed Whopper despareció para siempre a pesar de ser récord de ventas. Ya son ganas de quitarle la ilusión a la gente, caramba.

Las mentiras necesarias son toda una categoría en sí misma. Las que se dicen para no hacer daño a los demás. Las que se dicen por compasión. Las que te ayudan a escribir un artículo para lograr que alguien llegue a una conclusión. Las que maquillan alguna realidad que te desagrada. Pero quizá, sobre todas ellas, las promesas electorales ocupen un lugar de privilegio. Todos sabemos que son solo frases que se perderán en el viento. Que sirven únicamente para regalar los oídos al votante. Que prometer es muy fácil cuando sabes que no vas a cumplir. Pero, al mismo tiempo, qué desdichada sería nuestra existencia si durante cada campaña electoral nos confirmasen que el paro seguirá siendo un problema, que la presión fiscal continuará asfixiándonos, que la corrupción no podrá ser nunca erradicada de las instituciones y que la sanidad pública, por ejemplo, siempre va a estar atascada. A veces la sinceridad, como decía, es una cosa terrible. Que cada cual se agarre a la promesa electoral que le haga más feliz y considere más atractiva, pero aunque ésta sea más significativa que una verdad dicha con toda sinceridad, no olviden nunca que solo se trata de una bonita mentira. Y todos felices como las ovejas de Halldór Laxness.

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