Blog | Que parezca un accidente

La medida de todas las cosas

MI MADRE suele contar que, en cierta ocasión, poco antes de tener que presentarse a un examen oral frente a una profesora temible, un amigo le recomendó que rezase el padrenuestro. Entre las virtudes de aquella profesora que más atemorizaban al alumnado destacaban, por un lado, la fama de abusiva e inflexible que tenía en las pruebas escritas, y por otro, lo ininteligible de sus clases, que solían saldarse con un desorden de ideas distribuido de forma inconexa a lo largo de docenas de folios.

Era la primera vez que mi madre se examinaba con ella por oral. Llevaba varios días nerviosa, intentando dar forma a sus apuntes, componiendo con ellos un collage del que poder extraer alguna lección útil. Una tarde, tres o cuatro días antes de la ordalía, su amigo Tito se la encontró en la biblioteca y, al saber quién era la persona ante la que se examinaba, le dio un valioso consejo: "Reza el padrenuestro". Pero no en aquel instante ni aquella noche, sino delante de la profesora. Se refería a que recitase la oración durante el examen. Al parecer, la pobre mujer estaba tan sorda que juzgaba los conocimientos de sus alumnos en función de la velocidad y seguridad con que sus labios se movían durante la exposición del tema. Si se detenían demasiado tiempo o vacilaban, suspenso al canto. Pero si se batían al ritmo que marcaban las presuntas horas de estudio y de su aleteo se desprendía cierta convicción, su dueño superaba el corte.

A veces un padrenuestro constituye la medida de todas las cosas

Así que mi madre rezó. Rezó el padrenuestro de principio a fin una y otra vez, de arriba a abajo, sin solución de continuidad. Rezó para que aquella artimaña funcionase y la señora estuviese tan sorda como Tito decía. Rezó para aparentar que había algo que contestar. Rezó para que pareciese que no rezaba. Y lo hizo hasta treinta veces. Treinta padrenuestros, uno detrás de otro, que por fingir mucho mejor que los padrenuestros de los demás se convirtieron en un notable. Eso es lo que hacía falta para obtener una buena nota en aquella asignatura. Treinta padrenuestros. Ni uno más, ni uno menos.

A veces un padrenuestro constituye la medida de todas las cosas. Cuando yo era un crío y el destino, casi siempre cruel y antojadizo, me forzaba a pecar, dos padrenuestros eran suficientes para librarme de la condenación eterna. Menudo chollo. Podías robar un lápiz del estuche de tu primo, tirarle del pelo a las niñas en el parque, decir palabrotas y copiar en un examen, que con dos padrenuestros mal rezados el domingo a la hora del vermú, previa visita al locutorio, tu expediente quedaba limpio como un ordenador de Bárcenas recién formateado. Dos padrenuestros eran la medida de la absolución. El precio de la tabula rasa. Ojalá me lo hubiesen dicho desde el principio. Qué sencillo suele ser todo cuando uno se habitúa mansamente a la vara de medir.

Porque hacerse mayor consiste, entre otros logros y derrotas, en conocer con exactitud la medida correcta de las cosas. Ese es el motivo por el que Larry David cantaba dos veces el ‘Cumpleaños feliz’ mientras se lavaba las manos compulsivamente en ‘Si la cosa funciona’. Porque sabía que era el tiempo necesario para perpetrar el exterminio y lucir así una bonita piel muerta y saludable. Sea cual sea la metáfora que se oculta tras esta escena, me parece brillante.

Alguien me contó una vez que un periodista, habiéndose percatado de que el hombre que se sentaba frente a él en una terraza era Charles Bukowski, se aproximó al poeta y le preguntó si podía hacerle allí mismo una entrevista. El escritor lo observó durante unos instantes y, finalmente, aceptó con la condición de que la entrevista durase exactamente el mismo tiempo que él tardase en terminarse la botella de vino que tenía delante. Hoy en día, cuando lo normal es medir todo en campos de fútbol -incluso una entrevista al azar a Bukowski-, estimar que una botella de vino puede constituir la unidad de medida perfecta para el asunto que sea es haber comprendido mejor que nadie qué vale la pena y qué no la vale. A esa clase de dominio exacto de la medida de las cosas es a la que me refiero.

Hace unos días Juan Cruz publicó un artículo en el que ahondaba en los motivos de la carismática risa de Jorge Luis Borges. Hacia el final del texto, a propósito de un peligroso viaje en globo que el escritor argentino había realizado con María Kodama sobre un desierto egipcio, y después de detallar cómo existía la posibilidad de que el aerostato se posase en algún lugar lleno de bandidos, Cruz recoge las palabras certeras del autor de ‘Ficciones’ dirigiéndose a su pareja: "No nos preocupemos, disfrutemos este momento antes de que nos maten". No se me ocurre una forma mejor de medir el tiempo que en base a los momentos previos a que uno lo maten. Tal vez, en alguno de esos momentos, quepa una vida entera. Y si nos sobran algunos minutos siempre podemos emplearlos en rezar treinta padrenuestros.

Ni uno más, ni uno menos.

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