Blog | Que parezca un accidente

Ipsa senectus morbus est

Envejecer es una de esas cosas que suceden a traición, por la espalda, mientras te descubres a ti mismo en el espejo del cuarto de baño una mañana cualquiera repasando con la yema del dedo una arruga que hace dos días no estaba ahí. La juventud se termina un poco antes, justo en el borde de la cama, con la lámpara de la mesilla recién encendida, el mundo en silencio y la mirada fija en temores absurdos y preocupaciones imprevistas que se amontonan al lado de la alfombra y los calcetines de ayer. La vida, a esas horas, se reduce a la promesa de una ducha y un café. Cuentas los días que restan hasta el sábado, negocias los meses por el pasillo con el calendario, y piensas en cómo dos minutos antes, mientras la luz estaba apagada, apenas eras todavía un chaval.

Envejecer, como enamorarse, engordar dos kilos o perder las llaves, es algo que te ocurre de golpe, sin avisar. Cuando empiezas a notarlo es porque ya ha sucedido. Igual que un timo. Te confías, bajas la guardia, te engañas a ti mismo un par de veces a los cuarenta y a los cincuenta convenciéndote de que el presente durará una eternidad, y cuando quieres darte cuenta has sido víctima del fraude. Porque no eres consciente de que la vida consiste en ir dejándola atrás hasta que un buen día te giras y ves cómo se aleja calle abajo. Y no lo eres porque tú, como le sucede a todo el mundo, en el fondo nunca has querido serlo.

Durante la vejez la vida trancurre tranquila y sin empujones


Reprobar la vejez puede ser interpretado como un ejercicio inútil de populismo. Pero como dijo Bolaño, "a veces no nos queda más remedio que ponernos demagógicos, así como a veces no nos queda más remedio que bailar un bolero a la luz de unos faroles o de una luna roja". Hay cosas que, sencillamente, no se pueden evitar. Es difícil no ponerse en el lugar de quien se opone y maldice el paso de los años, por muy perdida que esté de antemano la batalla. Hace dos días, por ejemplo, mi tío y su cuñado podaban un árbol altísimo en la finca de mis abuelos cuando aquel experimentó una epifanía. Amigos desde la infancia, a su cuñado siempre lo han llamado amistosamente Tarzán por su complexión atlética y su agilidad. Cuando estaba en la copa cortando una rama resbaló y cayó al suelo aparatosamente, golpeándose la espalda con severidad. Mi tío lo llevó entonces a urgencias por si se había fracturado algún hueso, y mientras esperaba a que le realizasen las pruebas oportunas, me escribió un whatsapp lamentándose: "Siempre ha sido el más deportista de todos, el que era capaz de hacer cualquier esfuerzo físico. Pero no nos damos cuenta de que tiene ya sesenta años".

El mensaje me llamó la atención. No dudo de la preocupación de mi tío por la salud de su cuñado, pero me sorprendió comprobar que en ese momento lo que le rondaba la cabeza no eran la gravedad y posibles consecuencias de la caída sino el paso del tiempo. Como si hubiese recibido un bofetón de realidad. Como si de repente se percatase de la edad de su cuñado, que era la suya propia, y en apenas una hora hubiesen envejecido un par de décadas los dos. Supongo que lo último que uno quiere cuando la verdad le atiza de ese modo es seguir cumpliendo años.

"Ipsa senectus morbus est". Erasmo de Rotterdam atribuye la frase a Terencio y la ubica en Formión, obra estrenada en el año 161 a.C. Decir que "la vejez es por sí misma una enfermedad" es muy cómodo. Es la postura fácil. Porque siempre ha resultado más sencillo rendirse que pelear. Y más poético. Cuánto más asequible es un drama que una epopeya. Para encarar un desafío hacen falta arrestos mientras que para agachar la cabeza es suficiente con una pizca de autocompasión. Envejecer, como enamorarse, engordar dos kilos o perder las llaves, es algo que te ocurre de golpe, sin avisar. Cuando empiezas a notarlo es porque ya ha sucedido. Pero solo es un timo para aquel que esté dispuesto a dejarse timar.

Yo lo veo al revés. Durante la vejez la vida transcurre tranquila y sin empujones, como una escalera mecánica en un aeropuerto solitario. El sentido del ridículo, en su versión más caduca e inservible, se echa a un lado junto a formalismos y convenciones y deja paso a la autenticidad y a la sinceridad más entrañable. Los pretextos se vuelven innecesarios. Los compromisos se cumplen o se dejan de cumplir porque sí. Cuando algo no interesa, "son cosas de jóvenes". Cuando la conducta es excesiva, "son cosas de viejos". Las preocupaciones se disipan una a una con el humo de las velas de la tarta de cumpleaños, y el reloj, lejos de imponer la dictadura de sus manecillas, se convierte en un mero testigo de las horas.

Decía Balzac que el anciano es un hombre que ya ha comido y observa cómo comen los demás. Pero qué sabría él, si murió a los cincuenta y un años. Menuda estupidez. Cómo se nota que nunca vio comer a mi abuelo.


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