Blog | Que parezca un accidente

El váter de Tallón

EL MIÉRCOLES recibí un WhatsApp  de  Juan Tallón, que con voz nerviosa y quebradiza me escribía: «Manuel, ¿podemos vernos?». Parecía urgente y nos citamos en un bar después de comer. Tal vez le hubiese sucedido algo grave. Un diagnóstico inesperado, un desencuentro laboral, un extraño testigo luminoso encendido en el salpicadero. El destino acostumbra a reservarnos crueles emboscadas.

«Necesito comprar otra silla para escribir», comentó nada más llegar, visiblemente afectado. Supuse que detrás de aquella frase se ocultaba alguno de sus enrevesados  razonamientos, construido sobre la convicción de que escribiendo en una silla más cómoda sus textos serían mejores, lo que defendería con sofismas imposibles para terminar sosteniendo que no es el escritor sino la silla quien escribe. Pero me equivocaba. El problema era el contrario. Por desgracia, se había percatado de que el sillón de su nuevo despacho era demasiado confortable, y en su opinión «es necesario estar incómodo para escribir». Con razón necesitaba que nos viésemos. La importancia del asunto lo requería.

Estaba en lo cierto. Cuando uno escribe demasiado cómodo las frases nacen cansadas y perezosas y los textos arrastran con desgana los verbos y los adjetivos, que se gastan y no duran nada. Una postura incómoda permite la frase ágil, en forma. Saludable como un latigazo. Cuántas novelas mediocres habrían llegado a algo si sus autores hubiesen tenido la delicadeza de sentarse sobre un manojo de llaves mientras las escribían.

Las cosas importantes deben hacerse sobre sillas incómodas. Un reino no puede ser gobernado desde un sofá. Los reyes se sentaban en duros tronos de madera o metal para no caer en la tentación de ser demasiado piadosos o condescendientes con su pueblo.

Cabeceando desde un mullido orejero cualquiera accede a reducir las alcabalas y portazgos en un renuncio. Los jueces de silla se suben a esas torres altas, estrechas e inseguras no para comprobar si la pelota ha tocado o no la línea, sino porque desde un diván solo se puede realizar un arbitraje débil, inapetente. Igual que uno se cuida la boca recostado en una fría tumbona, rodeado de aparatos mortales en la consulta de un dentista. Y del mismo modo que los soldados no protegían los imperios cabalgando a lomos de caballos ensillados con un puf. Las butacas amables y cariñosas, en las que uno se sienta como si la gravedad bajo ellas fuese superior a la del resto de la habitación, están reservadas para cosas de escasa trascendencia como el cine, el teatro o el Congreso de los Diputados. La escritura, como clamaba Tallón, exige una silla injusta.

Veremos qué clase de novelas y columnas salen de ahí

Y nos pusimos a buscarla. Entramos en diferentes tiendas de muebles preguntando por la peor silla del establecimiento. La de manda, así expuesta, despertaba cierto rechazo, y de hecho nos causó algún problema cuando en un bazar Juan se acercó al mostrador y dijo: «Quiero una silla mala de verdad. De esas que, en caso de tener usted decencia, no vendería».

Desafortunadamente, el dueño del negocio no supo apreciar las buenas intenciones de Tallón. Recorrimos la ciudad en busca de la silla perfecta, pero no había forma de encontrar una que pasase de ligeramente molesta. Por fin, a Juan se le ocurrió acudir al local de una fundación que recoge muebles usados, y allí le mostraron un monstruo cojo y oxidado con medio respaldo astillado que parecía ideal. Fue una lástima que Tallón se indignase porque tratasen de colocarle semejante adefesio. «¿Quién se cree usted que soy yo? ¿Corín Tellado?», exclamó furibundo, y se marchó dando un portazo.

Aquella noche lo llamé preocupado para ver si había encontrado al fin un asiento desagradable en el que poder escribir sin caer en la modorra y la apatía, una silla que hiciese de su profesión un calvario —él se merece eso y mucho más—, pero en cuanto el teléfono comenzó a sonar me colgó y me envió un mensaje diciendo que no me podía atender porque estaba en el váter.

Qué fantástica idea. Después de una larga tarde de lamentos y tribulaciones, Tallón había acabado su día sentado en el váter, deduzco que escribiendo. No imagino un lugar más incómodo para hacerlo. Veremos qué clase de novelas, ensayos y columnas salen de ahí.

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