Blog | Que parezca un accidente

Derecho a no sentirse gilipollas

MaruxaTODO SUCEDIÓ muy rápido y a la vez muy lento, como ocurre siempre con esos momentos definitivos en los que sientes que hay algo importante en juego. Por un instante parece que el mundo a tu alrededor se detiene y centra su atención en ti. Te observa. Tienes la incómoda sensación de que hasta la última persona que se halla a tu lado está pendiente de tus actos.

No me encontraba en España pero había entrado a comprar una chaqueta en una tienda de Zara, así que no podía evitar sentir que el más autóctono del lugar era yo. Es algo que me ocurre siempre que salgo de Galicia. De algún modo, entrar en un Zara es un poco como cruzar la puerta de la embajada. Te encuentras en suelo gallego. Sientes el impulso de mirar a los dependientes por encima del hombro y gruñir: "¡Pero si yo nací en Ourense, que es prácticamente Arteixo! ¡Esto que vendéis aquí son productos de mi tierra!". En lugar de eso recobras la compostura, resoplas con soberbia y sigues echando un vistazo altivo por la tienda. Como haría el mismísimo Amancio.

Cuando me acerqué a la caja para pagar la chaqueta ignoraba que en ese país no bastaba con aproximar la tarjeta de crédito al datáfono para efectuar el pago, como ocurre aquí. Todavía no se había implementado el sistema contactless, de tal forma que para comprar cualquier cosa y abonar su precio era necesario introducir la tarjeta por la ranura. Como en la prehistoria.

La cara de la dependienta al ver que yo acercaba la tarjeta al datáfono y la apartaba sin introducirla, como esperando a que se produjese un milagro y la chaqueta se pagase por arte de magia, parecía sacada de un programa de cámara oculta. No estoy seguro de si me miraba como si estuviese loco o, sencillamente, como si fuese imbécil. Yo no caía en la cuenta de qué estaba ocurriendo y sólo acertaba a preguntar: "¿No funciona?". Y volvía a acercar la tarjeta al datáfono y a separarla en el acto. Una y otra vez. Incluso un poco enfadado. Es comprensible que todo el mundo en la cola creyese que estaba loco.

Y es en ese momento cuando se produce lo inevitable. El inconsolable instante en el que comprendes que el error es tuyo. Que quien está metiendo la pata eres tú. Que el resto del universo está al derecho. Y poco a poco comienzas a experimentar esa frustrante sensación. La del rubor en la cara. La de ser observado por todos. Algunos de ellos atónitos. Otros riéndose por dentro. Otros sintiendo vergüenza ajena. De pronto te ves en el medio de una especie de escenario injusto, bajo el único foco encendido. Suelen ser momentos confusos. Algunas veces ni siquiera tienes la menor idea de cómo reaccionar. Únicamente comprendes que estás inmerso de nuevo en otro de esos momentos definitivos en los que hay algo importante en juego.

Algo tuyo. Algo que te concierne a ti. Algo como, por ejemplo, tu dignidad.

Y no me parece bien. No encuentro lógico tener que sentirse gilipollas y agachar la cabeza con vergüenza por haber hecho un poco el ridículo. Es una convención absurda. Porque se trata de una situación en la que, con mayor o menor frecuencia, nos hemos encontrado todos. Todos somos torpes. Todos nos equivocamos. Todos nos hemos golpeado contra un cristal. Todos hemos esperado junto a la puerta de un cuarto de baño vacío. Todos nos hemos extraviado en la inmensidad de algún mando a distancia. Lo que deberíamos hacer en esos casos es levantar la cabeza y decir: "Bueno, pues me ha tocado a mí, que pase el siguiente". Y santas pascuas.

Otra cosa, claro, es hacer el ridículo a lo grande. Hace un par de días mi mujer, Alba, salió de casa a media tarde y tres o cuatro minutos después sonó el telefonillo. Una chica con voz nasal y defectuosa preguntaba si estaba Alba en casa. Yo di por hecho que era ella misma haciendo el bobo para gastarme una broma así que, imitando su voz, aquella extraña voz, contesté que sí, que estaba en casa, que de hecho era yo: "Chi que echtoy en cacha, choy yo, ¿quién ech?". La voz al otro lado del telefonillo adquirió cierto tono de extrañeza y volvió a preguntar. Con intención aún más burlona, contesté: "¡Hola, choy yo, choy Alba!".

La chica resultó ser una compañera de trabajo de mi mujer. Había quedado con ella en pasarse por casa aquella tarde para traer un par de cosas para mi hija. Probablemente sintiéndose ofendida, mientras yo seguía poniendo voz rara, me pidió que le dijese a Alba que había venido y que ya volvería en otro momento. Cuando me di cuenta de lo que acababa de suceder me senté en el suelo bajo el telefonillo con los ojos muy abiertos y las manos sobre mi boca. Todo el mundo tiene derecho a hacer un poco el ridículo y no sentirse gilipollas, pensé. Salvo cuando haces el gilipollas de verdad.

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