Blog | Que parezca un accidente

Cuando los tomates sabían a tomate

HE ESTADO echando un vistazo a las listas internacionales de ventas de discos y apenas conozco a nadie. El olimpo musical se ha democratizado. De pronto se ha llenado de gente. Gente común y corriente que, por alguna razón, quizá por un accidente o por un mero capricho del destino, se dedica a vender muchos discos. ¿Sam Hunt? ¿Migos? ¿James Arthur? ¿JP Cooper? ¿Starley? ¿Rita Ora? ¿Stormzy? ¿Quiénes son todas esas personas?

Tampoco quedan guitarras. Salvo en algunos géneros concretos, así como en el panorama musical español —ignoro el motivo—, han desaparecido los grupos de guitarras. Hace veinte o veinticinco años uno ponía la radio, casi cualquier emisora, y raro era el día en el que por casualidad no estaba sonando Nirvana, Green Day, REM, Bon Jovi, The Offspring, Oasis, Guns N’ Roses o incluso Beck. No es que acaparasen las listas de ventas, pero alguno había. Y el resto de puestos se los repartían entre Madonna, Mariah Carey, Michael Jackson, U2, Celine Dion y compañía. Uno casi podía acertar los artistas del top 10 al azar.

Ilustración del blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAImagino que es la nostalgia quien habla, pero estoy convencido de que en los 90 la música era mucho mejor. Las canciones estaban peor producidas, la mezcla no siempre era la más acertada, el máster solía estar sobrecomprimido y en los discos había defectos de grabación. Las canciones tenían fallos, pequeñas imperfecciones que las dotaban de autenticidad. La música era peor y por eso era mucho mejor. Tenía otro aroma, otro gusto. Incluso otro tacto. Escuchar a aquellos grupos de guitarras una y otra vez en tu habitación era una costumbre sagrada, un rito que se acercaba a lo religioso. Recuerdo que podía pasarme tardes enteras en la casa de mis padres en el pueblo exprimiendo aquellos discos, repasando una y otra vez sus libretos y la letra de cada canción. Desde la huerta, mi padre nos llamaba a voces para que bajásemos a cenar y se traía consigo unos tomates recién recogidos de aspecto espantoso, colmados de extrañas protuberancias que rompían la proporción, con hendiduras profundas y desiguales y un color poco ortodoxo que parecía querer huir del académico rojo Carioca.

Su sabor era inigualable. Con un poco de aceite y vinagre y una pizca de sal se convertían en el mejor manjar posible para las noches frescas del verano. Disfrutabas cada bocado, que era lleno y jugoso, y lo acompañabas de cualquier otra cosa que hubiese en la mesa y que en ese momento te daba igual. Después regresabas a la habitación y te sumergías de nuevo en aquellos discos, con sus carencias e imperfecciones, repletos de legitimidad.

Hoy las cosas son distintas. Las canciones aparecen en pantallas. Vienen y se van. Su esperanza de vida es de apenas unos días. A veces ni eso. Todas ellas son redondas. Impecables. Están pulcramente producidas y la mezcla y la masterización son inmejorables. No se puede apreciar en ellas ni un solo defecto. Ni una mancha. Ni una fisura. Y sin embargo no saben a nada. Tampoco hay libretos que escudriñar ni letras que memorizar. En las listas internacionales de ventas uno no es capaz de reconocer a casi nadie, mucho menos a sí mismo. Y ya no quedan grupos de guitarras.

Claro que hoy en día los tomates, esos tomates brillantes, simétricos y estupendos del supermercado, tampoco saben a tomate. Es el signo de los tiempos.
 

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