Blog | Que parezca un accidente

Cinco minutitos más

HAY GENTE que se despierta todos los días a la hora que le da la gana. Personas que duermen hasta que no pueden más. Hasta que no les queda ni una arenilla de sueño entre los párpados. Se acuestan tarde o temprano, es indiferente, y duermen despreocupadas, ajenas al reloj, hasta que su cuerpo decide que ya está harto de tanto descanso, sea la hora que sea. Personas que viven en un mundo sin alarmas ni despertadores. Pobrecitas. Cuánto compadezco a esas personas. 

Cuando era estudiante, uno de mis compañeros de piso, Emilio, programaba su despertador con docenas de alarmas distintas para que el aparato sonase cada diez minutos a pesar de sus esfuerzos en neutralizarlas una a una a medida que se iban activando. La primera sonaba a las nueve de la mañana. La apagaba y continuaba durmiendo. A los diez minutos, sonaba la siguiente. Y diez minutos después, la tercera. Así sucesivamente hasta las tres o cuatro de la tarde, cuando la puerta de su habitación se abría y, desde lo más profundo de alguna región oscura del universo, Emilio surgía de entre las tinieblas desayunando su primer cigarrillo y decía: "Buenos días". 

Qué maravilla. No imagino un lujo mayor que poder prolongar durante horas esos últimos momentos en la cama todas las mañanas. A veces hay noches enteras que caben en esos cinco minutitos más. El despertador suena a las siete y tienes la sensación de que no has dormido nada. De que te has pasado la noche entera dando vueltas y todavía te duele el día anterior. Ni siquiera estás completamente seguro de haber llegado a dormir del todo en algún momento. Entonces pospones la alarma diez minutos y caes en un coma profundo y reparador de varias horas en el que sueñas plácidamente con cientos de historias y tus músculos se relajan y una gotita leve e inocente de baba se descuelga de la comisura de tus labios y se acomoda con fragilidad sobre la almohada para terminar de ilustrar el bienestar y la quietud del auténtico descanso. Es en ese momento cuando la alarma vuelva a sonar. Son las siete y diez y estás como nuevo. Ignoras cuánto tiempo ha pasado en realidad en los últimos diez minutos, pero en toda tu vida habías dormido tan bien. 

No obstante, la felicidad de remolonear cinco minutitos más, paladeando el momento, sólo la conocemos los afortunados que no tenemos más remedio que madrugar. Cómo envidio a esa gente que entra a trabajar a las seis de la mañana y se levanta, qué sé yo, a las cinco menos cuarto. Con lo bien que deben de sentar esos cinco minutitos extra en un madrugón semejante. 

Hace unos días, de hecho, leí en una cuádruple entrevista a los líderes matutinos de la radio española publicada en Papel, el suplemento de El Mundo, que el despertador de Federico Jiménez Losantos suena a las cinco de la mañana, el de Carlos Herrera a las cuatro menos cuarto, el de Carlos Alsina a las tres y después a las tres y media, y el de Pepa Bueno a las tres y cuarto, a las tres y veinte y a las tres y veinticinco. Lo de Losantos y Herrera me parece intolerable. Es peor que tirar a la basura una barra de pan. Que ambos confiesen sin tapujos que desperdician a diario la oportunidad de remolonear un ratito en la cama a horas tan intempestivas, que es cuando más placentero resulta, sabiendo que hay gente desgraciada que duerme sin interrupciones hasta que se despierta de forma natural a media mañana, totalmente descansada, constituye una conducta tan insolidaria y clasista que resulta impropia de la élite del periodismo. Deberían aprender de Pepa Bueno, que disfruta de esos cinco minutitos a las tres y cuarto y otros cinco a las tres y veinte, cuando más frío hace fuera y más gustito da taparse bien con el nórdico. Lo de Alsina, por otra parte, programando la alarma para poder recrearse durante media hora de prórroga, roza la pornografía. Es vicio puro y duro. 

Por algo las personas más felices son aquellas que, a diario, madrugan más que nadie. Porque, con toda certeza, siempre remolonean un poquitín. Se les nota en la cara cuando uno amanece muy temprano y goza de su compañía en calles, plazas y demás lugares públicos antes del amanecer. La sonrisa resplandeciente del barrendero, que nos devuelve el saludo y nos da los buenos días con alegría. El sosiego y la mesura del transportista, siempre amable y correcto al volante, agradecido por la exigente ordenación del tráfico. El buen humor del panadero, que solo se trunca una semanita al año, cuando el pobre se coge vacaciones. O la cortesía de los funcionarios, que no decae en todo el día y se une a la de los ciudadanos que los visitan. 

Qué triste es, sin embargo, la cara del dormilón que se despierta a las doce de la mañana y se acerca pesaroso a alguna terraza soleada para desayunar con calma un zumo de naranja recién exprimido, café con leche y tostadas con aceite, jamón y tomate natural. En más de una ocasión me he visto obligado a apartar la mirada al ver a alguno, sintiéndome incapaz de soportar una escena tan desagradable. 

Decía José Luis Coll que lo bueno que tiene morirse es que no hay que madrugar. Puede parecer un disparate, pero estaba en lo cierto, ya que al fallecer puede uno remolonear eternamente y no levantarse jamás. Por eso reclamo justicia para todos esos pobres desgraciados que pueden dormir hasta la hora que les da la gana: no seamos crueles con ellos; que los maten ya.

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