Blog | Que parezca un accidente

Berenice se corta el pelo

HE TARDADO dieciséis meses en reunir el valor suficiente para cortarme el pelo. La vida está llena de decisiones sencillísimas que no pueden tomarse a la ligera. Lo fácil, lo verdaderamente intrascendente, es enfrentarse a los grandes retos. Elegir una carrera. Tener un hijo. Comprarse una casa. Son cosas que se hacen o no se hacen, pero no se meditan. Como un tatuaje imprevisto en una tarde de borrachera. No sirve de nada detenerse a reflexionar porque nunca habrá motivos suficientes para estar del todo seguro, y cuantas más vueltas se le dé, más lejos estará uno de tomar una decisión.

Cortarse el pelo, sin embargo, requiere de un largo y agotador proceso de reflexión. Un proceso, además, profundamente perturbador, porque cuanto más retrases el desenlace, mayor será la sensación de despilfarro. Dejas que tu pelo crezca para, antes o después, permitir que se convierta en basura en el suelo de una peluquería injusta y tener que volver a empezar.

Considerar que todos los cortes de pelo han sido fruto del impulso, del estímulo inmediato, es una temeridad. A veces los actos más sencillos no son sino el resultado de las motivaciones más complejas. Siempre me ha fascinado la forma en que Scott Fitgerald, en ‘Berenice se corta el pelo’, exhibe las cicatrices que la traición y la venganza dejan en el alma humana, no necesitando para ello más que la historia de un corte de pelo. La naturalidad con la que las más bajas pasiones se traducen en un acto tan anodino, y éste, por tanto, en el peor gesto de maldad, es escalofriante. Si en lugar de un corte de pelo se tratase de un asesinato, el texto no ganaría en intensidad.

Porque en el fondo un corte de pelo no deja de ser un símbolo. Siempre lo ha sido. En el antiguo Egipto, por ejemplo, el corte de pelo determinaba la edad de una persona -los niños iban rapados hasta alcanzar la pubertad- o su clase social -los trabajadores llevaban el pelo corto y flequillo mientras que las élites usaban largas extensiones y pelucas-. En Grecia, los espartanos cuidaban sus cabellos antes de la batalla como muestra de dignidad, pero en tiempo de luto era habitual llevar el pelo revuelto y la barba sin recortar. Las mujeres también se rapaban en los meses de duelo, costumbre que ha derivado en la de cubrirse la cabeza con un pañuelo negro. El corte de pelo representaba la nueva identidad de quien finalizaba el tránsito de la niñez a la vida adulta. Homero describe en la Ilíada cómo el Aquiles adolescente consagró su cabellera al río Esperio, en modo igual al que Orestes la consagró al río Ínaco según el Coéforos de Esquilo. También Eurípides y Herodoto describen rituales semejantes, algunos relacionados incluso con la fecundidad.

"Y habrá vergüenza en sus rostros y calvicie en sus cabezas". Ni siquiera el Dios más vengativo del Antiguo Testamento pasa por alto la importancia de una bonita apariencia capilar. La calvicie entendida como una maldición divina es quizá el momento más glorioso del Libro de Ezequiel. Sin embargo no se queda ahí la Biblia y en algún pasaje incluso ofrece pautas estilísticas. Así, en Levítico 19:27, entre las muchas órdenes que el Señor pide a Moisés que traslade al pueblo hebreo, se encuentra una que reza así: "No afeitaréis vuestras cabezas ni recortaréis las puntas de vuestra barba". Entre lo de no recortarse las puntas, los polvos de oro que Salomón esparcía sobre su pelo y la poderosa melena de Sansón, queda claro que Dios no ignoraba la importancia del cabello.

Como símbolo, el peinado ha llegado hasta nuestros días a través de estilos tan diferentes como los flequillos romanos, los moños y rizos isabelinos o los tocados y coletas de los shogunatos japoneses. Incluso algunos disparates como las cabelleras cortadas de los sioux y los apaches, fuese o no una práctica incorporada por los propios conquistadores europeos como prueba del número de enemigos abatidos, no eran otra cosa más que una manifestación de poder. Durante los felices años veinte, época en la que Scott Fitzgerald sitúa la historia de Berenice y su prima Marjorie, el corte de pelo era casi una imposición social ajena a los individualismos. Que una chica llevase un peinado masculino era una anomalía que, sin embargo, y a pesar de que el relato de Fitgerald esconde una crítica velada al feminismo artificial en un tono por momentos muy cercano a Capote, poco a poco terminó convirtiéndose en emblema de la lucha por la autonomía y libertad de las mujeres. Más adelante, a finales de la década de los sesenta, serían algunos hombres quienes se dejarían crecer la melena, para asombro de los sectores más conservadores, que entendían que el pelo largo era propio de mujeres, en el contexto de un nuevo cambio social. Con la llegada de los ochenta las reivindicaciones más dispares y arbitrarias comenzaron a traer de serie su correspondiente estilismo, y en la actualidad no hay tribu urbana que no tenga su propio peinado. Algo que a todo el mundo le parece bien porque allá cada cual con lo suyo.

El problema ha surgido cuando un tipo con rastas ha ocupado un escaño en el Congreso y se ha agitado el gallinero. Hasta aquí no había problema. Que cada uno en su casa lleve el pelo como le dé la gana pero nada de hacerlo en las Cortes, que son la casa de todos y a ver qué va a pensar esta gente. Sin embargo, el error radica en creer que el diputado en cuestión lleva ese peinado por una cuestión de extravagancia o de rebeldía. Mucho menos por comodidad. Ni siquiera por notoriedad. Como siempre ha sucedido, y sospecho que ésta no es una excepción, el corte de pelo no deja de ser una forma sencilla de trasladar un mensaje. Un mensaje de poder. De reivindicación. De estatus. De espiritualidad. El peinado del congresista de las rastas, como todos los peinados, no es ni más ni menos que un símbolo. Ahora solo resta descubrir de qué.

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