Blog | Que parezca un accidente

Andrea y Asunta

QUIZÁ PORQUE ambos casos suceden en Santiago, ciudad en la que viví ocho años y a la que todavía acudo todas las semanas. Quizá porque hice mis prácticas de Derecho en sus juzgados y a veces pienso en cuántas veces he debido de cruzarme con esa mujer.

Quizá por la cantidad de días y noches que uno de mis mejores amigos pasó en el mismo hospital porque su hijo estaba muy enfermo y quizá porque todavía recuerdo su cara cuando fui a verlo el primer día y lo encontré en el vestíbulo, estático, paralizado por esa clase de serenidad aterradora que te invade cuando sientes que todo tu mundo se viene abajo y no eres capaz de reaccionar. Quizá por lo duro que resulta ponerse en la piel de unos y lo difíciles de entender y asimilar que son los actos de los otros, ahora que el jurado ha emitido su veredicto. Quizá por eso los casos de Andrea y Asunta son los que más me han conmovido en los últimos meses, a pesar de lo distintos que son los modos en que uno y otro te pellizcan.

Concebir todo el proceso emocional de renuncia por el que han tenido que pasar unos padres para terminar pidiendo que le retiren la asitencia vital a su hija me parece imposible. Es una de esas cosas que sólo viviéndolas puede uno llegar a entender, por muy doloroso que nos lo imaginemos. «Tiene una enfermedad rara irreversible, neurodegenerativa, y ha llegado al final en medio de una agonía terrible. Mi hija ya está rendida, ha llegado el momento de irse. ¿Para qué alargar esta tortura?», declaraba la madre de Andrea hace unos meses, cuando el servicio de pediatría del hospital universitario desoía el informe del Comité de Ética Asistencial que recomendaba retirarle las máquinas a la niña. «Solo pedimos que le retiren el soporte que la alimenta artificialmente y que la seden para que se vaya poco a poco».

Qué duro tiene que ser para una madre pronunciar esas palabras. Para unos padres que han hecho todo lo humanamente posible para evitar que su hija padezca un tormento insoportable y que han comprendido que la única forma de que deje de sufrir es falleciendo. Qué duro tiene que ser para unos padres desear que su hija se muera porque es lo mejor para ella. A veces la bondad nos pone a prueba de la forma más amarga e injusta.

Solo un monstruo puede querer ver a su hija muerta

Asunta, como Andrea, también tenía doce años cuando murió. Ella no estaba intubada, conectada a un sistema de soporte vital y postrada en cama desde hacía años. Fue hallada sin vida en una pista forestal cerca de Santiago, tirada como una colilla después de ser drogada y asfixiada.

Se me revuelven las tripas al pensar qué se les pasaría por la cabeza a los padres de Andrea cuando supieron que el jurado había hallado a Rosario Porto y Alfonso Basterra culpables de la muerte de su hija. Qué no darían ellos por tener todavía a la suya en casa, sana y a salvo. Durante el proceso, sólo esperaba que se descubriese que los asesinos no habían sido sus padres. Eso no traería a Asunta de vuelta. Por esa pobre niña ya no se puede hacer nada. Pero deseaba que de alguna manera una nueva pista evidenciase que su verdugo había sido otra persona. Un ser amorfo e inhumano. Una criatura abyecta cuya condición de engendro explicase la atrocidad. Confiaba en que las investigaciones terminasen revelando que alguien había entrado furtivamente en la casa, había suministrado una dosis letal de lorazepam a la niña, había interrumpido su respiración y la había atado por brazos y tobillos para después deshacerse del cadáver. Un crimen inexplicable, propio de una persona distorsionada y sin corazón; de un sujeto despreciable y trastornado; de alguien de quien se pudiese decir «es horrible, pero nada se puede esperar de un monstruo semejante». Pero no de sus padres.

Deseaba que el autor del delito fuese otra persona porque en mi cabeza es lo único que podría tener sentido. Que el asesino fuese un monstruo lo convertiría en posible. Eso lo explicaría. Sería igual de espeluznante pero al menos lo podría atribuir a una anomalía de la naturaleza. Al acto desalmado de un psicópata. No escaparía de una forma tan irracional a mi comprensión. De algún modo, encontraría en su deformidad cierto consuelo. Asunta habría tenido la desgracia de cruzarse en la vida de un perturbado. No tendría sentido darle más vueltas.

Quería que no fuesen sus padres porque es más fácil pensar que el mundo no está loco. Me resistía a aceptar que alguien pudiese terminar así con la vida de su propio hijo. De una forma tan cruel y despiadada. Pero he comprendido, al conocer el veredicto, que ese ser atroz y deforme que mi conciencia necesitaba encontrar, esa explicación para lo inexplicable, eran precisamente Rosario Porto y Alfonso Basterra. Porque solo un monstruo, quizá el más terrible y desproporcionado de todos los monstruos, puede querer ver muerta a su hija de doce años y cometer su asesinato envenenándola, estrangulándola, atándola y dejando su cuerpo sin vida tirado en un monte.

Andrea luchó por su vida, pero llegado el momento, sus padres tuvieron que terminar suplicando que la dejasen morir por lo mucho que la querían. A Asunta no le permitieron luchar porque sus padres querían verla muerta. Pero el motivo era exactamente el contrario. Todavía me cuesta comprenderlo.

Comentarios