Opinión

Caballero Bonald y Galicia

A Caballero Bonald lo encontré por la madrileña plaza de Cuzco un mediodía festivo de hace muchos años. Le hablé

HAGO AGRADECIDA memoria de José Manuel Caballero Bonald. Es una obligación por su confeso amor a Galicia, "el país que más he llegado a amar después del que bordea la desembocadura del Guadalquivir". La descubrió cuando hizo la mili en Marín y aprovechó para conocer esta tierra y a Rosalía. Tengo la impresión, ojalá equivocada, que por aquí no se reparó en esta declaración de amor o no se le dio importancia. Recuerdo a Caballero Bonald por las horas de felicidad en la lectura de sus obras. Contribuyeron a despertarme los sentidos para vivir el paisaje, la naturaleza, el calor, para ir Mar adentro en el velero que nunca tendré pero que puedo imaginar, por la práctica casi como un rito diario del Breviario del vino o por recordarme en las pocas horas de hospitalización que tuve que Somos el tiempo que nos queda. Ese que estamos obligados a vivir, no como un castigo sino como un disfrute, en la plenitud que nos sea permitida.

Lo confieso, no fue el poeta lo que primero descubrí ni el que me despertó el mayor entusiasmo. Fue Ágata ojo de gato. La recuerdo en horas de siesta, con el balcón entreabierto y la habitación en semipenumbra cuando los calores de finales de mayo habían llegado a Argüelles y ya se podía bajar hasta la rosaleda del parque del Oeste a contemplar las flores, a disfrutar de sus colores, a dejarse atraer por su perfume. En la esquina, frente del balcón de aquella habitación apareció por aquellos meses la librería Rafael Alberti. Quizás ya estaba recién abierta y quizás ya habían ido los ultras a romperle las vidrieras y a dejar la firma de la violencia que odia la cultura.

Me gustó el Caballero Bonald memorialista, el de Tiempos de guerras perdidas o el de La costumbre de vivir. Qué más da si es o no memoria novelada. O a lo mejor, precisamente por eso, se disfruta con su lectura: se vive el mundo que recrea o crea. Descubre, recuerda, reconstruye. Si los Bonald a cierta edad se encamaban, el Bascoy de mi familia, muerta la abuela gaditana, también lo hizo hasta que un anochecer de finales de agosto su corazón se partió y el llanto de mi madre nos llegó como alarma a los niños que jugueteábamos y como aviso a los mayores que a la fresca hacían tertulia.

A Caballero Bonald lo encontré por la madrileña plaza de Cuzco un mediodía festivo de hace muchos años. Le hablé. No fue una atracción mitómana: al fin y al cabo me era familiar por las horas que había pasado con él en lectura. Si no se molesta, se pueden dar las gracias por la aportación que un escritor hace a la vida de un lector. Si el mal genio formaba parte de la definición de su carácter, yo encontré aquel mediodía festivo un hombre educado, amable, que escuchaba y que agradeció que lo leyese.

Fui con respeto, como quien devuelve una visita, a descubrir la desembocadura del Guadalquivir, a callejear por Jerez y, en la noche, a beber manzanilla y dejarme penetrar por el cante y la guitarra.

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