Opinión

Abrazos

Cuando todo esto pase, meta que ansiamos superar, daremos libre expresión a los afectos contenidos o reprimidos. Hay que encontrar , si cabe, más imágenes positivas que queden de esta pandemia que desaten la imprescindible expresión física de afectos. Podrá ser un gran abrazo de consuelo, de condolencia, de participación en el dolor de quienes sufrieron en soledad la pérdida de personas queridas y para las que no hubo duelo de despedida; podrá ser con los que emprendieron el viaje sin el calor de una mano familiar sobre la suya. Al mundo llegamos solos e igualmente solos afrontamos la partida aunque esta coincida en tiempo y espacio con otros muchos que sigan la señal de dirección obligada. La soledad sonora y compleja de Zubiri lo hizo visible. Orson Welles avisó que solo el amor y la amistad pueden crear la ilusión de que no estamos solos. El choque ahora con la finitud nos devolvió al café de los existencialistas (Sarah Bakewell), que tantos años lleva cerrado, y a la realidad del hombre como ser para la muerte.

Si al que nace hay que recibirlo con alegría al que se va hay que despedirlo con duelo. Está pendiente.

Conservo abrazos como el de mi padre, tan largo e intenso que solo lo comprendí muchos años después

También queda pendiente un gran abrazo de reencuentro, de expresión de afectos al modo de los abrazos picassianos con un hombre y una mujer que "se funden en una única masa", que se ve en Barcelona, y en otros picassos, como el brutal abrazo o el más comunicativo de la buhardilla. Algunos tienen el escenario de Montmartre, claro.

Todos llevamos en nuestra mochila personal abrazos que son parte de nosotros; alimento para más que las noches de insomnio. No hay vaciado posible. Conviene extraviar los que se imaginaban y no se produjeron, los que no transmitieron el calor que se esperaba y, sobre todo, perder los que resultaron falsos o engañosos. Conservo abrazos como el de mi padre, tan largo e intenso que solo lo comprendí muchos años después, cuando me dejaba interno, aún niño, en un atardecer otoñal coruñés. Yo no entendía que ya no volvería a vivir la llegada de la primavera en el jardín familiar que trazamos y cuidamos los hermanos. En lo alto de la mochila están el juego infantil de abrazos con los hijos o el de traspaso de rol ante el tanatorio con el hijo que llegaba del aeropuerto en una anochecida de agosto: con el abuelo muerto se nos había roto un eslabón de la cadena que nos unía, un asidero firme para afrontar la soledad de ser en el mundo. Es fácilmente visible en la mochila el abrazo, o algo más, en un tren nocturno que siguió toda su ruta. El de despedida de María Antonia que solo regresó, ella lo sabía, para ser tierra con su tierra. El de don Gonzalo, conscientes de que no habría más. O el cálido y sincero en la despedida, aunque la expresión de ser para el otro en el abrazo se produzcan antes de emprender viaje en el escenario de un aparcamiento.

Nos volveremos a abrazar con fuerza en la buhardilla, en el tren o en el párking.

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