LLEVO DÍAS moviéndome entre la compasión y la incredulidad. Viene toda esa confusión a cuento de una noticia sobre las denuncias de exalumnas contra algunas de las escuelas de ballet más prestigiosas del mundo, a las que acusan de una disciplina tan severa que las ha llevado a sufrir desórdenes alimentarios y mentales. La presión por tener el cuerpo perfecto, por forjar una máquina al servicio de la belleza y la capacidad física absoluta las destruyó.
Eran niñas que llegaban a las academias con once años, creyendo en su talento, cargadas de esperanzas necesariamente inmaduras, y acabaron destruidas. Me acordé de aquella frase que inmortalizó Fama: "Tenéis muchos sueños, buscáis la fama. Pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor".
No está bien visto en estos tiempos, pero aprender que se va a sufrir quizás debería ser una de las primeras lecciones vitales, porque hacer creer que la vida es jauja no es realista. Pero inevitablemente da lástima pensar en esas niñas sometidas a un control férreo, que podían sentir la mirada censora y palabras feas si caían en la tentación de zamparse un bollo, comer grasa o abrirse un refresco. Debían saber que en ese mundo que habían elegido todo eso era como caer en el peor de los pecados.
No es la primera vez que me pone los pelos de punta saber de la angustia de esas niñas. Sin que nunca se hayan llegado a formar escándalos, muchas veces antes han salido a la luz historias de estrellas como las de gimnasia rítmica a las que la carrera soñada les ha exigido vivir con hambre y pasarlas canutas.
Y, sin embargo, aun siendo inevitable la conmoción por esas vidas machacadas, la verdad es que no logro entender qué esperaban quienes las rodeaban, cómo nadie supo ver que para llegar a algunos destinos no basta la ilusión, sino que hace falta una ambición y una fuerza mucho más fuertes que el hambre. Y pocos la tienen. Casi nadie es Leroy.