Ni se me pasó por la cabeza quedarme en casa y encender la tele para ver la función del Congreso de los Diputados, cuyo final es bien sabido. Preferí coger la puerta e irme a una clase de conversación en otra lengua a la que me habían invitado hace unos días. Me entregué a esa otra causa, que me parecía más provechosa y menos frustrante, aunque enseguida empecé a pensar que estaba provocando en el aula una especie de diálogo de besugos, con un desparrame lingüístico de esos que no tienen perdón de dios. ¡Qué bueno es casi siempre saber callarse!
Me dio un ataque de vergüenza, y también un poco de pena por los castigados a hablar conmigo —y sin pinganillo encima—, y fue entonces cuando me acordé de que había otro lugar en el que en ese momento debía estar produciéndose otro diálogo de sordos. La única diferencia, pensé, es que probablemente allí ninguno de los protagonistas del día le estaría abriendo hueco a la incómoda sensación de causar bochorno.
Volví a la calle al cabo de un rato y parecía que todo el mundo hubiera tenido la imperiosa necesidad de salir, de lanzarse fuera a hacer cualquier cosa como si fuera urgente. Me imaginé que solo estarían delante de las pantallas algunos periodistas, pringados a los que no les hubiera quedado otra que asistir a una sesión parlamentaria con un guión cerrado, además de unos cuantos hinchas, gente de esa que se comporta ante la política igual que en un partido de fútbol de alto riesgo: de manera faltona y agresiva. Yo prefiero tenerles siempre lejos.
No sé si es que intento cada vez más vivir con los ojos cerrados. En todo caso, mientras veo cómo se diluyen partidos que un día aspiraron a ser mayoritarios y cómo se hacen extraños compañeros de viaje, no puedo evitar la sensación de que formo parte de una masa que no ve razón para sentarse y dedicar una mañana soleada a escucharles. Para qué, si ellos tampoco oyen ni ven a tantos, me digo.