Opinión

El nombramiento de la juez Amy Coney Barrett

ES INTERESANTE para centrar bien el debate existente en nuestro país acerca de la renovación del Consejo General del Poder Judicial y lo que en él subyace, que pretende cuestionar la independencia de nuestro Poder Judicial, reparar en el proceso de incorporación de Amy Coney Barret al Tribunal Supremo de Estados Unidos.

Conviene recordar que la Constitución norteamerica determina que los jueces de la Corte Suprema sean propuestos por el presidente, propuesta que ha de ser ratificada por el Senado por mayoría simple. La señora Barrett, de 48 años, era últimamente juez federal de la Corte de Apelaciones del Séptimo Circuito que es el competente para los estados de Indiana, Illinois y Wisconsin, propuesta por el presidente Trump el 8 de mayo de 2017 y ratificada por el Senado 31 de octubre. Esta jurista fue antes asistente de un juez de apelaciones , del controvertido juez de la Corte Suprema Antonin Scalia, abogada en un bufete de Washington, y docente, fundamentalmente en la universidad católica de Notre Dame, en el estado de Indiana, en la que ella misma había cursado estudios.

También conviene tener presente que la Corte Suprema estadounidense es un Tribunal Supremo que además tiene atribuciones de garantías constitucionales, y que sus miembros son 9 en la actualidad y tienen carácter vitalicio.

La vacante que ha pasado a ocupar la señora Barrett es la causada por el fallecimiento de la juez Ruth Bader Gainsburg, muy significada y famosa como activista de género, que falleció el 18 de septiembre, por lo que se ha cubierto en algo más de un mes, pues el pleno del Senado la confirmó el 26 de octubre. Se ha recordado ante tal rapidez, el precedente de la presidencia de Lincoln, que dejó de nominar para una vacante producida en los días previos a las elecciones, o incluso lo sucedido con el presidente Obama, que nominó en 2016, meses antes de las elecciones a Merrick Garland para cubrir la vacante de Scalia, y el Senado, controlado por los republicanos y merced a las maniobras del senador Mcconell, su jefe de filas, bloqueó con el argumento de que ningún presidente debía nombrar a un juez de la Corte Suprema en año electoral. Ahora, sin embargo, no les ha importado que faltara un mes para la elección, y que en muchos estados se hubiera comenzado a votar. Se ha aducido por ellos que, a diferencia de los demócratas en 2016, controlan tanto la Casa Blanca como el Senado. Lo cierto es que no había un precedente como este.

La ratificación del Senado se ha producido por una mayoría ajustada de 52 votos a favor y 48 en contra. La senadora Collin, republicana por Maine, ha votado en contra precisamente, según ha manifestado, por la inmediatez de las elecciones. Desde luego, es la primera vez en mucho tiempo que el Senado confirma a un juez del Supremo sin voto alguno del partido minoritario.

De los 161 nominados en la historia el Senado ha ratificado a 124. Las grandes escaramuzas en la ratificación por el Senado de jueces de la Corte Suprema, tuvieron como protagonistas en el siglo XX a Rehnquist, que después presidió el Tribunal Supremo y a Robert H. Bork el antiguo juez y profesor de Derecho de la Universidad de Yale, nominado por Ronald Regan en 1987 y no ratificado, que durante décadas fue adalid contra el ala más progresista de la judicatura de Estados Unidos. Se ha señalado que esa no ratificación marcó su ideologización.

El Senado americano ratifica a los miembros de la Corte Suprema y de los tribunales federales, no a un mero gobierno judicial. Y lo hace hoy, al menos en lo que concierne al Supremo, con criterios de mayoría política, llevando al tribunal la lógica del Estado de partidos, sin que se cuestione por ello la independencia e imparcialidad de la Corte. El sistema americano es, pues, por lo que queda apuntado, muy mejorable.

Un apunte: señalaba el sábado pasado que Fernando Ledesma había sido promovido al Tribunal Supremo en situación de servicios especiales. Lo fue por real decreto 601/1986, siendo ministro de Justicia de F. González. Y el hecho de ser magistrado especialista no entrañaba que el ascenso fuera por mera antigüedad.

No creo que ningún presidente, ni demócrata ni republicano, a pesar de los graves defectos del sistema norteamericano, nomine nunca para el Tribunal Supremo a su fiscal general, que es como se llama allí al ministro de Justicia.

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