Opinión

La elección de magistrados del Constitucional

El senador Edward Kennedy abordó con detalle en sus memorias cómo el Senado norteamericano, que tiene que confirmar el nombramiento de los candidatos al Tribunal Supremo propuestos por el presidente, fue cambiando en los últimos lustros, de tal manera que en el ejercicio de sus funciones y potestades no confirmó a varios de los que la iniciativa presidencial había designado inicialmente. La razón esgrimida por Ted Kennedy es muy sencilla: la consideración a la propuesta del presidente no debe determinar necesariamente la confirmación del elegido por este, pues si se atribuye al Senado la facultad de confirmarlos es para algo, y si bien en principio lo más normal es confirmar a los propuestos, la Cámara debe analizar y ponderar las propuestas y decidir en consecuencia.

Por eso, la apelación a la disciplina que hicieron los grupos parlamentarios, sus direcciones, dígase claramente, que pactaron la propuesta de magistrados del Tribunal Constitucional sometida esta semana a la decisión del Congreso, esto es, de los diputados, que son los que eligen, revela que nuestro sistema parlamentario adolece de un grave defecto en su regular funcionamiento, porque con la cantinela de la disciplina, lo que se hace es una cierta dejación de funciones. La votación es secreta, y eso es por algo; precisamente para que los parlamentarios puedan decidir con libertad, pero la verdad es que no parece que sea así, y ciertamente no lo es.

El establecimiento hace algunos años de la comparecencia y examen de los candidatos no ha servido para mejorar la elección ni para el fin que la justificaría en definitiva, que no debería ser otro que la posibilidad de que los diputados, que, repito, son los llamados a elegir a cuatro de los doce magistrados que integran el tribunal, puedan conocer las posturas y las apreciaciones de los candidatos ante cuestiones relevantes, además de sus méritos y sus perfiles académicos y profesionales. Son, basta seguir con alguna atención como discurren, un mero trámite.

Cuando accedí al Congreso, recuerdo que en los primeros años noventa a los diputados, al menos en el grupo popular al que pertenecí, antes de hacer las propuestas de candidatos se nos informaba de ellas, y guardo memoria de alguna intervención en la reunión de grupo que comprometió seriamente alguna candidatura. Pero el tiempo no favoreció que las cosas fueran a mejor, sino a peor, y en los últimos tiempos el secretario técnico del grupo entregaba las papeletas de votación rellenadas con los nombres de los candidatos, con un descaro que nadie vi que reprochara, como hubiera sido procedente. Así que lo único que podías hacer, si entendías que debían ser rechazados, es no votar a alguno o a ninguno de ellos, sin decir nada y sin justificar la razón de tal proceder.

Todo cursa en esta materia con falta absoluta de transparencia, y los propuestos lo son solo, o eso parece, por su vinculación con los que dirigen las formaciones que suscriben los pactos o acuerdos, que son las que consiguen sumar el número de votos que superen las mayorías reforzadas, normalmente 210, que son los tres quintos del Congreso.

Lo cierto es que para ese viaje sobra las alforjas, porque, hay que repetirlo, los llamados a elegir son los diputados, que son los representantes de los ciudadanos, no las ejecutivas de los partidos ni los dirigentes de los mismos. No debe tratarse, claro que no, de dar curso a la arbitrariedad o de dar satisfacción a los caprichos o a las preferencias personales de los parlamentarios, pero tampoco a las de aquellos.

Parece que lo conveniente sería regular la facultad de propuesta y asegurar que los diputados participaran de verdad en el proceso y decidieran con responsabilidad. En fin, que ejercieran la función parlamentaria, que no se puede limitar a llevar la papeleta a la urna, ni cerrada ni abierta. A algunos pusilánimes de diversos partidos he visto exhibirla para que el ‘mando’ viera qué bien ‘mandados’ eran los infelices. En momentos como esos sentí una enorme desazón y pensé en lo lamentable que era el espectáculo.

Lo peor es que creo que la cosa es cada vez peor. Y me pregunto. Si se legisla abusando de los decretos leyes que son convalidados casi sin debatirlos, y sin que concurra urgencia ni necesidad alguna que justifique el uso de esa facultad del Gobierno, y si los nombramientos parlamentarios los deciden el Ejecutivo y los que dirigen la oposición ¿qué sentido tiene el Parlamento? La cuestión no puede ser soslayada, sinceramente. Si es que las Cortes Generales son un verdadero Parlamento.

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