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Un objeto perfecto

LA PERFECCIÓN puede tener defectos y, desde luego, no ser en absoluto perfecta a ojos de otras personas. Eso no evita que lo sea. La unanimidad a la hora de reconocer la perfección es una fuente de hastío; una fuente casi perfecta. Todo se vuelve más divertido e íntimo cuando la perfección solo la advierte uno mismo. Está en todas partes. Puede encontrarse en unas vistas, en una postura del cuerpo, en un verbo, incluso en una preposición, en una idea, y desde luego en un objeto. Yo veo objetos perfectos continuamente. Tal vez nadie, menos yo en ese instante, diría que poseen perfección alguna. Pero, ¿y qué?

Entiendo por objeto perfecto no tanto un objeto fascinante, o lujoso, o de gran utilidad, como aquel que ha alcanzado un punto de evolución más allá del cual no puede viajar; está desarrollado del todo, digamos, y ya solo se somete a la extenuación del diseño. Para mí una cuchara es un objeto perfecto, por ejemplo. Y un bolígrafo, y un paraguas, y una cerilla, y una rueda. Hasta un cubo de basura. La historia los ha llevado a todos ellos a un lugar que habitan sobre el filo de la eternidad. Pueden sobrevivir al tiempo sin necesidad de cambios.

Me senté en la sala de espera a ver pasar la vida con una mano en el bolsillo y otra fuera 

Hace una semana me dirigí a la estación de tren para recoger a una amiga. Llegué con antelación y me entretuve en la cafetería. Pedí un cortado, y me sirvieron el peor posible. En su horror, se trató de un cortado perfecto, inmortal. Me aquilató, que es lo que hay que pedir a una bebida como el café, aunque existan maneras muy distintas de conseguirlo. Después, me senté en la sala de espera a ver pasar la vida con una mano en el bolsillo y otra fuera. Era casi temprano y había solo dos personas esperando. En una apenas reparé; a la otra no pude dejar de observarla hasta que llegó el tren de mi amiga. Era una mujer de unos treinta años y leía Padres e hijos, de Ivan Turgueniev. Desplegado en aquellas manos, me pareció un libro perfecto, imposible de mejorar. Ya no se escribían obras así, y rara vez se leían en una estación.

Sin embargo, la perfección iba más allá del libro. Me pareció perfecto el modo en que la mujer abordaba al autor ruso. Estaba echada sobre él, y lo acosaba con un lápiz. No había adoptado una postura cómoda, en la que se pudiese leer durante tres horas seguidas, y solo pestañear. Sin duda estaba incómoda y perfectamente sentada. Cada poco, suspendía la lectura y retiraba la vista del libro, como si necesitase respirar. Me pareció que ese era el modo perfecto de leer un libro, que a su vez no debía ser cualquier libro, sino un libro perfecto, con el que su autor conseguía un milagro: ralentizar el tiempo, que el mundo fuese más lento, y que cada poco su lectora se viese obligada a detenerse. En cierto sentido, los libros comienzan no cuando la persona empieza a leerlos, sino cuando levanta la cabeza de lo que está leyendo, porque el libro la ha hecho pensar, y debe digerir una frase. Hay libros que no empiezan nunca porque se leen de carrerilla, sin interrupciones. No tienen nada en lo que penetrar. Son absolutamente sencillos. En ocasiones se venden por millones. Sus lectores no pueden dejar de leerlos, pues se deslizan a través de ellos, carecen de obstáculos, y la lectura trascurre entre una gran planicie. Están llenos, y a la vez vacíos. Sin llegar a empezar, acaban.

En mi idea de libro perfecto, este te produce cada poco un extrañamiento que te obliga a levantar la cabeza y echar la espalda hacia atrás, como si estuvieses mareado, y para seguir leyendo necesitases unas asas a las que agarrarte. Un libro perfecto provoca un tránsito del pensamiento. Ante él, hay que variar la posición, detenerse en mitad de una frase, levantar la cabeza con admiración, y decir en voz baja "pero qué cabrón", en referencia al autor.

Cuando llegó mi amiga, y me hizo un gesto para que me levantase, y nos fuésemos de allí, la perfección de la sala de espera se resquebrajó y estalló como una pompa de jabón. Fue una manera perfecta de desaparecer para siempre.

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