Blog | Permanezcan borrachos

El beso interminable

Se elevaba sobre la realidad, demostrando la liviandad  de la vida

NO TENER nada en la nevera es un drama que se va dibujando lentamente. Es difícil alegar que te cogió de sorpresa. Quizá el día anterior ya solo tenías un huevo. Pero cuando la nevera te acorrala, puedes fingir que aún resta esperanza aceptando la invitación de un amigo para ver un partido en su casa. Es lo que hice el sábado pasado. Me preparé para ver el Inglaterra-España fuera, y quizás de paso cenar. Llegué tarde, a eso de las nueve y cuarto. Cuando torcí la calle y enfilé el edificio de mi amigo, a 20 metros distinguí a una pareja besándose en el portal, contra la puerta. Tendrían 16 años. Estaba casi convencido de que conocía a la chica. Pero estaba oscuro y todo beso era en sí una forma de desaparición. Me detuve unos segundos y luego avancé despacio, esperando que tal vez escuchasen mis pasos y dejasen de besarse.
el beso interminable​Finalmente, por no interrumpirlos, ya que a veces se resquebraja la magia, o se pierde el tranquillo, me di la vuelta y me alejé varios metros, en silencio. Era uno de esos besos que se elevan sobre la realidad, en los que se demuestra la liviandad de la vida, de la que solo las cosas pequeñas nos salvan. Ya era de noche. Me habría fumado un cigarro inocente, porque un cigarro equivale al tiempo que duran muchas de las cosas que nos son ajenas del mundo. Lo enciendes, te cobras su vida despacio, y cuando acabas, mataste unos minutos melifluos, incómodos, que sin humo no habrían pasado nunca. Pero yo no fumo, ni siquiera cuando es bueno. Escribí un par de mensajes inútiles a amigos seguramente aburridos. Mientras esperaba que se pusiese azul el doble check, espié las ventanas de los edificios. Cuando el check se puso azul, no hubo respuesta. Hijos de puta, pensé. 

¿Por qué no le dije la verdad, si era bellísima? Mi amigo mostraba a menudo ese tipo de iniciativa consistente en pedirle a un conductor que deje de tocar el claxon

Me pareció que había pasado ya un cigarro, por así decir, y espié a la pareja. Él rodeaba a la chica por la cintura, y ella sujetaba su cabeza con una mano, delicadamente, mientras mantenía la otra en el bolsillo. Me acordé de una amiga que asegura que las cosas más difíciles, y algunos días hermosos, se hacen a menudo con un solo dedo. Ya no era un beso, sin más, sino una escena que palpitaba a la manera de un río cuando arrojas una piedra. Me pareció que si me acercaba al portal me electrocutaría en una onda invisible. Peor que eso era que la pareja me miraría en silencioso, mientras se separaban y quizás decían "perdón, señor". Recordé que había un bar a la vuelta de la esquina. Me refugiaría allí mientras continuaban besándose.

Pedí una cerveza. En ese momento, me llamó mi amigo por teléfono: "¿Vas a venir o qué? Ya ha empezado la segunda parte", me reprochó, molesto. "Estoy llegando", alegué. Me inventé que había tenido que dar la vuelta porque me pareció que había dejado abierto un grifo. Y aun después, me encontré a un conocido, muy pesado él. "¿Qué conocido?", preguntó interesado, y por el tono, a la vez con indiferencia. "No quiero hablar de ese tema. Me pone triste", dije. "Pues espabila, hostias. Que tengo hambre", y colgó. ¿Por qué no le dije la verdad, si era bellísima? Mi amigo mostraba a menudo ese tipo de iniciativa consistente en pedirle a un conductor que deje de tocar el claxon, o solicitarle a una pareja, que estorba el paso a su edificio, que se bese un metro más allá.

Me imaginé su encuentro inesperado con la pareja, y casi sentí mi traición al beso. Me acabé la cerveza. Habían transcurrido 15 minutos. En ese tiempo todo empezaba y acababa varias veces. Me moría de hambre. Imaginé que los chicos se habrían ido a su casa, casado, tal vez divorciado. La vida va muy deprisa. A medida que me acercaba al portal, sin embargo, me iba diciendo que ojalá siguiesen allí, atrapados en el beso como en tierras movedizas. Parecía difícil. Los besos se desgastaban y se desvanecían antes de ser sustituidos por nuevos besos más adelante, que a veces eran solo continuaciones. Algunos días nos recompensan con la belleza, pensé, cuando llegué y la pareja se despedía con un beso fugaz, al fin. La chica entró en el portal. Nos saludamos, nos metimos en el ascensor, le pregunté por sus vacaciones, y cuando tocamos el timbre, nos abrió la puerta su padre. "Ya era hora".
 

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