Blog | Permanezcan borrachos

De poca monta

Mi amigo era ahora detective. Investigaba matrimonios en crisis, estafadores de seguros, familiares enfrentados por herencias y cosas por el estilo. Asuntos electrizantes y vacuos

ALGUNOS DÍAS me encuentro por la calle con un detective privado con el que trabajé en un periódico hace años. Él llegó a ser redactor jefe, después de mucho tiempo como periodista de tribunales. Tenía criterio, y con el tiempo, acabó dejando el diario. Lo dejó porque tenía criterio, quiero decir. A raíz de eso estuvimos varios años sin saber nada el uno del otro. En parte porque yo me fui a vivir a otro lugar. Cuando regresé seguimos sin vernos porque a veces las ciudades pequeñas hacen imposible que te cruces con ciertas personas. Coincides con todas menos con esas. Pero una tarde, durante un pequeño percance de tráfico, nos reencontramos. Yo iba en mi coche, perfectamente distraído, tratando de aparcar sin mirar, y golpeé el suyo. Cuando advertí que se abría la puerta, y un señor alto, calvo, de bigote, se dirigía hacia mí con pasos largos y enfurecidos, me figuré que me sacaría por la ventanilla y me daría una paliza. Antes de que eso sucediese salí por mi propio pie. Nos reconocimos enseguida. "¡Qué alegría!", dijo, mirando de reojo los cristales del faro trasero.

Aparcamos bien, redacté un parte amistoso para el seguro con prosa periodística. Se lo pasé para corrección, según una inercia del pasado. Después nos fuimos a tomar un café. Me contó que ahora se dedicaba a la investigación privada. "¿No me jodas que eres detective?", pregunté extrañado, con vehemencia. Me admiraba lo que era capaz de hacer a veces un periodista cuando plantaba la profesión. Asintió como esas personas que no dejan de cometer aciertos. Casi en el mismo instante reparé en que llevaba un pequeño bolso cruzado al pecho. Los detectives ya no eran lo que fueron, deduje.


En las ciudades pequeñas parece inevitable no ver a las mismas personas todos los días


"Es un trabajo en auge", aseguró, y me explicó que investigaba asuntos de "poca monta". A mí los asuntos de poca monta me parecían siempre los más interesantes. En una ocasión, oí unos gritos en la calle. Al principio sonaron confusos, cosa de poca monta. De pronto, alguien exclamó: "Te voy a matar". Me asomé al balcón de casa y pude ver un Seat Ibiza rojo arrancando a toda velocidad y a un hombre que se alejaba a la carrera, cojo. No entendí nada, pero en mitad de la calle distinguí una pistola. La confusión estaba clarísima y marqué el teléfono de la policía local. Me pidieron que no le quitase el ojo a la pistola hasta que llegase la patrulla. "Si puede, retire el arma de la vía". "¿Con la mano?", pregunté. "¡No! Mejor con el pie". Bajé en pijama, me acerqué a la pistola y la empujé con la puntera. Era de juguete, maldición. Esto es lo que yo entendía por asunto de poca monta: electrizantes y vacuos.

Mi amigo investigaba matrimonios en crisis, estafadores de seguros, familiares enfrentados por herencias y casos por el estilo. Después de aquel día nos encontramos más a menudo, pues en las ciudades pequeñas parece inevitable no ver a las mismas personas todos los días, aunque no salgas de casa. Hace cosa de un mes, al salir de la librería Tanco, lo distinguí al otro lado de la calle. Llevaba unas gafas de sol para los días oscuros que preceden a la lluvia. Me pregunté si tal vez estaría investigando a alguien en ese momento. La idea me hizo sentirme ante un asunto de poca monta, y se me disparó el entusiasmo. Empecé a seguirlo a distancia, mientras fingía leer un libro de Alice McDermontt. De vez en cuando él se paraba y miraba un escaparate, seguramente para disimular, lo que a su vez me obligaba a detenerme a mí para disimular todavía más. En una de esas paradas me quedé enfrente de la cristalera de una carnicería. Estudié un costillar de ternera. Por suerte, a los pocos segundos retomamos la marcha. Después de quince minutos creí saber que mi amigo seguía a una mujer de unos cincuenta años. Incluso le hizo una foto al salir de un portal, en el que, al pasar, vi que tenían despacho un abogado, una odontóloga y unos asesores fiscales. A saber en qué andaba metida. Tal vez en un empaste.

Cuando me di cuenta era la hora de recoger a mi hija en la guardería. Por la tarde, recibí un whatsapp de mi amigo: "Esta mañana me ha parecido verte. Ibas leyendo por la calle". Me puse nerviosísimo: me había cazado.

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