Opinión

Vida

LAS LÁGRIMAS del rescatista sirio Abu-Kifah provocó un sismo global. Con él, en la intimidad, lloró medio planeta frente al televisor. En una mezcla imperfecta de impotencia y alegría. Al presenciar los sentimientos de un miembro de los Cascos Blancos (anónimo hasta ese momento) desbocados. En caída libre tras romper la compuerta de la contención. Entre sollozos se oye: ¡está viva! Es, entonces, cuando se produce una verdadera explosión incontrolada de emociones al comprobar que la bebé estaba sana y salva. Respiraba. Se encontraba bien. Tras un bombardeo resistiendo, horas y horas, bajo los escombros de su hogar, en la ciudad siria de Idlib. La pequeña, sin quererlo, desde la inconsciencia infantil, acaba de demostrar a un mundo enfermo de codicia que el instinto humano de la supervivencia ya viene de fábrica. Desde el vientre materno. Que nacemos con el objetivo inquebrantable de existir el mayor tiempo posible de forma innata. Desde hace unos días, esta niña, de la que desconocemos su nombre y la suerte que han corrido sus padres, se ha convertido en una especie de icono frentista. En una irrepetible reivindicación ante tanta muerte. En una improvisada manifestación de la paz ante un escenario invadido por una guerra interminable en el que parece que la vida, a cuenta gotas, se resiste a desaparecer.

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