Opinión

Utopías

PISAR LA falda de ese cerro es lo mismo que hacerlo sobre la alfombra de la historia de Centroamérica. Una montaña coquetea con Honduras pero es patrimonio de El Salvador. Allí, en ese mismo punto, en la década de los noventa, existió un campo de refugiados en pleno periodo de post guerra. Un espacio de supervivencia. Uno de esos inhóspitos lugares que, a día de hoy, han poblado media Europa. Fueron nueve años de convivencia en medio de un frondoso bosque tropical donde todavía se intuye el bullicio de miles de personas. Dicen los más veteranos del lugar (quienes pertenecieron a la guerrilla durante casi una década) que hubo meses en los que comer suponía un privilegio inalcanzable: se hacía vida a la intemperie y se dormía bajo una humilde plancha de metal. Así fue transcurriendo una larga espera hasta los ansiados tiempos de Paz. Entretanto, la comunidad de Nuevo Gualcho fue tomando forma y una identidad imborrable. Un sistema de organización civil que el movimiento campesino cimentó sobre una escala de valores solo apoyada en una solidaridad bien entendida. Una fórmula que trató de expulsar a la pobreza al exilio del pasado. Y, desde entonces, existe un estilo propio: hacer de las cosas más pequeñas, algo grande. Una casa comunal, una biblioteca o una radio son solo algunos ejemplos convertidos en un espejo social en el que otras comunidades, ahora, se miran con la ambición de traspasar el pórtico de las utopías.

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