Opinión

Reencuentros

LAS IRREPETIBLES fotografías se repiten una y otra vez. En cada uno de los recónditos lugares donde se producen. Allí donde los caminos vuelven a cruzarse. En esa intersección entre pasado y presente. La gran mayoría llevan aparejado un abrazo interminable, un intenso beso que ha sido guardado durante meses en el cajón de los deseos incumplidos o un indiscreto sollozo que se expande sin control hasta el infinito. Los rencuentros son ese esperado momento del contacto físico. De sinceras palabras al oído. De sentimientos encontrados. Escena humanas habituales (autóctonas) de estaciones y aeropuertos. Estos días a nuestro paso por Guatemala y El Salvador pudimos presenciar cómo se vive un instante de esa naturaleza: familias enteras aguardando la llegada de quien emigró y todavía no regreso. De aquel ser querido que buscó en tierras lejanas la oportunidad que le fue negada, ante la extensión de una elevada pobreza y una creciente desigualdad, en su propio país. Vanesa, Norberto, Manuel o Verónica son solo algunos de los nombres con los que el sonoro eco del reencuentro nos ha familiarizado en las últimas horas. Inmigrantes que aparcan su condición, al otro lado de la frontera, para disfrutar durante unas semanas del calor de los suyos. Aquellos que, a base de ahorro y sacrificio de años, han logrado robar un pellizco al tiempo para volver al lugar donde se entierran sus raíces. Y todo fluye hasta que el boleto de avión, convertido en ese tesoro de papel a la ida, marca un obligado y solitario regreso que se aferra a la esperanza de que, más pronto que tarde, de nuevo, llegue un emotivo reencuentro.

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