Opinión

Doce minutos

LA TRISTEZA no tiene filtros efectivos ante un secuestro crónico como el que practica la marca de Boko Haram. El cautiverio de centenares de niñas solo persigue presionar al débil y corrupto Gobierno de Nigeria para que elimine toda posible huella de occidente en la región. Esa colección de países que, en su día, expoliaron recursos naturales con la barata excusa de importar tecnología a cambio de unos pocos -que luego se convirtieron en muchos- barriles de petróleo. Una vez exprimidos los ricos yacimientos la estampida suele ser general y se aplica el viejo lema del colonialismo: “el último que apague la luz”. Mientras, la inestabilidad no ha dejado de crecer a base de pobreza e injusticia social. El germen idóneo para hacer y deshacer. La semilla perfecta para facilitar la residencia a narcotraficantes y terroristas. Estos últimos insisten en que el proceso de islamización es la única salida para una malherida Centroáfrica. Llaman a la radicalización aprovechando la falta de rumbo. Y lo hacen utilizando la política del miedo: hace dos años, más de doscientas niñas fueron raptadas. Unas sufrieron agresiones, violaciones, embarazos prematuros o fueron víctimas del tráfico de menores. Otras optaron por casarse con alguno de sus captores para evitar el peor de los finales. Desde entonces, y tras una campaña internacional que exigía su liberación, nada se sabía de ellas. Unas nuevas imágenes han demostrado que siguen con vida. De nuevo, el oxígeno anímico llega para unos padres anónimos que ahora se aferran a solo doce minutos de vídeo antes de perder definitivamente la esperanza.

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