Opinión

Cotopatxi

MARCABAN LA pauta en una recóndita comunidad de mujeres indígenas. En la falda del volcán del Cotopatxi, caminado al norte de Ecuador, y muy próximas a la frontera con Colombia, dedicaban sus días a preservar su cultura, sus raíces, la identidad de un pueblo a base de no bajar, nunca, los menudos brazos. De pequeña estatura, tanto que una fotografía con ellas acabo por acomplejar a uno ante elevada diferencia de altura, desafiaban al paso del tiempo. Lo hacían con la misma naturalidad que el medio en el que se encontraban integradas; nada era motivo de alteración, manipulación o degradación. Aquel concepto de respeto medio ambiental era envidiable. Demasiado sano para quienes respiran, a diario, ecosistemas viciados por un atroz desarrollo. El cultivo y comercialización de los hongos, a más de cuatro mil metros de altura, sostenía la microeconomía de las familias. El conocido comercio justo llevaba a ese lugar una justicia social real. Sin distorsiones: "“nadie era más que nadie”". Tras una serie de entrevistas, con la cámara encendida y la impertinencia propia de un micrófono abierto, confesaron que la felicidad no gravitaba en acumular bienes materiales, y sí en vivir en armonía con el entorno. Un paradigma bien llevado a la práctica. Por momentos, parecía imposible. Al final de esa jornada, fuimos invitados a un pedazo de pan dulce para resistir al mal de altura.

Comentarios