Opinión

Chinandega

MARGA AGRADECÍA que el agua corriese, de vez en cuando, por el grifo del modesto lavadero. Este era el único punto posible de la casa para suministrar todos los menesteres domésticos: beber, acicalarse, lavar la ropa o cocinar. Solo el hecho de que el recurso más elemental tuviese unas horas garantizadas, al día, suponía subir un par de peldaños en la calidad de vida. Ya no había que ir diariamente al regato o el pozo. Ya no existía la exigencia de invertir media mañana en portear pesados bidones de plástico con unos cuantos litros para pasar la jornada. La cooperación española, bien entendida, hizo posible ese milagro. En aquella recóndita comunidad de Centroamérica la vida se imponía con la más absoluta sencillez. La receta de la humildad no tenía dueño. Sobraban las lecciones sobre que otro modelo de vida es más que posibles. El interior de cada infravivienda evidenciaba que estar cercado de bienes materiales era tan solo el germen de la infelicidad porque la felicidad ya estaba allí. Se paseaba por ese perdido lugar de la frontera de Nicaragua con Honduras. En las entrañas del departamento de Chinandega, la sonrisa, la amabilidad, la hospitalidad y la solidaridad de la gente desfilaba sobre la pasarela de la modestia. En medio de la nada: todo. Luchar contra la pobreza se había convertido en una causa común; en ese desierto donde crece la hierba, a base de regarla de ingenio, transformando una realidad por otra; en la fórmula ejemplar de un modelo de vida en el que prevalecen las personas ante la amenaza de la rueda de consumo.

Comentarios