Opinión

Alí

ABANDONÓ SU tierra cuando la crisis económica, y de otra índole, comenzaba a aflorar en una boyante España. En los momentos previos a llegada del azote de un tsunami. En medio de un clima de confusión e incerteza. Poco antes de que su propio país se convirtiese en algo parecido al infierno en la tierra. Justo en ese periodo (no sabe muy bien por qué) tomó la decisión de emigrar forzado un tanto por la necesidad y otro tanto por la intuición. Quizás, sospechaba que algo feo estaba a punto de suceder porque, cada amanecer, aumentaba el olor a pólvora y destrucción. Y no lo pensó más; dio el salto de Oriente Próximo a Europa. De Siria a Galicia. De un pequeño pueblo rural a una ventosa ciudad del Atlántico. Refugiado en A Coruña comenzó a presenciar como la desesperación ahogaba a su pueblo en el mar un día sí y otro también. Empezó a ser testigo directo de una guerra que nadie todavía ha sabido parar. Lloró, desde la distancia, los letales efectos de una crisis humanitaria sin precedentes. Y, en incontables ocasiones, se preguntó, sin obtener respuesta, el motivo que lleva a construir muros y fronteras cimentados en la insolidaridad europea. Pero, al relatar su historia al lado de un estimado colega senegalés, Alí es generoso y persigue la sombra de la justicia al expresar una sabia frase: “llegar aquí, huyendo de una guerra, aún te da derecho a solicitar asilo al gobierno. Hacerlo, como mi amigo, como un inmigrante solo te arroja al foso del anonimato y la deportación”. Por desgracia, en la pobreza también hay clases.

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