Opinión

La guerra resucita la política de bloques

En el año 2003, Estados Unidos reunió un Ejército de más de 200.000 militares, apoyados por numerosos medios aéreos y fuerzas navales para doblegar al Ejército iraquí, superior en número y curtido en la larga guerra contra Irán. En pocas semanas la victoria fue absoluta con muy escasas bajas para el invasor si bien posteriormente la guerra de guerrillas supondría un desgaste terrible para los divisionarios norteamericanos. La estrategia militar norteamericana se basaba en el uso abrumador de la fuerza ofensiva tanto para neutralizar las capacidades defensivas de las fuerzas armadas iraquíes como para minimizar las bajas propias.

Dos décadas más tarde la estrategia militar rusa en Ucrania parece más inspirada en la Segunda Guerra Mundial que en la doctrina militar contemporánea. Enfrentando un ejército similar en efectivos aunque con menor capacidad de reclutamiento, las fuerzas armadas rusas han confiado la invasión a operaciones de ocupación del terreno con fuertes despliegues de artillería e infantería y menor uso de la aviación, quizás por la fuerte defensa antiaérea ucraniana facilitada por los países occidentales. El resultado tras dos meses de conflicto es un escenario sin avances decisivos aunque con un terrible coste en vidas e infraestructuras para Ucrania y probablemente un elevado número de bajas en los ejércitos rusos. 

A partir de esa constatación caben dos interpretaciones no excluyentes entre sí. De un lado Rusia, que atacó simultáneamente en varios frentes, ha fracasado en su intento de tomar la capital y forzar la huida del Gobierno ucraniano para imponer un régimen títere. De otro, el escenario de una enorme destrucción de infraestructuras civiles y militares así como de viviendas, añadido al éxodo de varios millones de personas que tensionan la capacidad de acogida de los países europeos, está creando problemas políticos en los países occidentales.

Las consecuencias han sido aparentemente muy negativas para Rusia: un abanico de sanciones económicas muy intenso, el aislamiento internacional, las acusaciones de crímenes de guerra y genocidio, etc. Las consecuencias en la población rusa no son perceptibles todavía pese al número de bajas y a las consecuencias sobre la economía del país pero también sobre la calidad de vida de los ciudadanos.

La unión de los países occidentales, promovida por Estados Unidos y por la Unión Europea, presenta algunas contradicciones. Países comunitarios como Hungría, en proceso de adhesión como Serbia o colaboradores como Turquía no disimulan sus conexiones con el Gobierno ruso. La recomposición acelerada de las alianzas internacionales está dibujando un mundo parecido al de la Guerra Fría: a un lado los países occidentales apoyados por gran parte de América y África, al otro Rusia, China y un abanico de países pequeños más la abstención de países tan relevantes como India. La incorporación a la Otan de Suecia y Finlandia, ambos países con un historial de muchas décadas de neutralidad reconocida, obligará a Rusia a incrementar el despliegue de armas nucleares en sus fronteras europeas. Estamos hablando de distancias de 200 kilómetros que significan una capacidad de respuesta de minutos ante cualquier incidencia. Es decir, el riesgo de error se multiplica y las consecuencias son imprevisibles.

Por otra parte la evolución de la guerra abre nuevas grietas en el lado occidental. El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, ha rechazado la visita del presidente de Alemania, afeándole sus posiciones a favor de la relación comercial con Rusia. Una forma nada elegante de presionar a Alemania para que interrumpa su dependencia energética del país eslavo que supone alrededor del 3% del PIB. La angustia ucraniana no puede pretender condicionar o reescribir las relaciones internacionales de los países europeos, cada uno de los cuales tiene sus propias necesidades y problemas, no solo en relación con sus aliados exteriores sino también con sus habitantes. De hecho, Occidente se ha comprometido con Ucrania de una forma que no tiene precedentes, tanto en ayuda militar como en acogida de exiliados y sobre todo en sanciones de todo tipo al Gobierno de Putin y a sus socios.

El futuro del conflicto está por decidir, probablemente en las operaciones militares más que en las negociaciones diplomáticas. Pero ya podemos avanzar que las relaciones internacionales, tanto políticas como económicas, se resentirán durante mucho tiempo. Se avecina un nuevo orden del que solo vamos conociendo retazos: revisión de la globalización, de las cadenas de suministro, de la dependencia logística, reconsideración de las capacidades militares, énfasis en la ciberseguridad, etc.

Son malas noticias para los grupos políticos que vieron en el Gobierno autoritario de Putin un modelo o un aliado circunstancial. Por el contrario, los grupos políticos que han sostenido tradicionalmente la vocación europeísta y atlantista ven reforzado su liderazgo. Al tiempo, la UE se ha visto desnuda ante el espejo de su débil liderazgo internacional, aceptando una vez más el hiperliderazgo norteamericano. Aparentemente, el mundo que hemos conocido durante los treinta años posteriores a la caída del Muro de Berlín ha dejado de existir

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