Opinión

España pagaría de forma menos lesiva que en 2008

Es suficientemente conocida la aseveración de que en política internacional no existen amigos ni enemigos permanentes, solo intereses permanentes de los Estados. La política internacional sería pues la consecuencia de definir claramente cuáles son los citados intereses permanentes de cada Estado, cómo se defienden ante terceros y cómo se expresan ante cada uno de los contenciosos internacionales. De ahí se sigue que la política exterior de cada país debe sufrir el mínimo de cambios imprescindibles aunque cambie el color político del Gobierno, recuérdese que hablamos de intereses permanentes del Estado, no del Gobierno.

España, como potencia de tamaño medio, tiene intereses permanentes con los países proveedores y receptores de bienes, dondequiera que estén: comunitarios, extracomunitarios, China, Estados Unidos… Además, como miembro de la UE comparte, y a veces sufre, la política general de la organización. Por otra parte existe una relación estrecha con el orbe latinoamericano fundamentada en la lengua y en la cultura más que en el comercio, sostenida durante la democracia pero también durante el franquismo con episodios tan curiosos como las relaciones con la Cuba castrista. Menos clara ha sido la orientación filoárabe, retórica e ideológica antes que política y de la que proceden rasgos tan singulares de la sociedad española como la simpatía por distintas causas de aquella región que encubre un cierto antisemitismo, de nuevo una herencia histórica. O la ambivalente relación con Estados Unidos, todavía hoy criticada por amplios sectores de la izquierda.

Pocos presidentes de Gobierno han intentado varias esas tendencias. Aznar intentó abrir una vía atlantista aproximando posiciones con EE UU y Reino Unido. Lo único tangible fue la participación en la Guerra de Irak. Zapatero intentó un giro menos pronorteamericano impulsando la Alianza de las Civilizaciones, que todavía existe aunque con una proyección poco relevante.

Estos días se ha vuelto tópica la crítica a la UE por su escasa respuesta a la pandemia. Seamos claros, lo contrario sí hubiese sido novedoso. Tras 65 años poniendo el acento en las relaciones comerciales y en la cooperación para incrementar el desarrollo de los nuevos miembros mientras se soslayaba cuidadosamente cualquier acuerdo social o educativo, estamos donde hemos querido. Ha sido imposible acordar una política de emigración comunitaria mientras el Espacio Schengen ha servido para que el Sur (España, Italia y Grecia) actúen de cancerbero de las fronteras al tiempo que las relaciones con Turquía han derivado en un peculiar chantaje. Es lo que tenemos, lo que hemos construido y el balance no es negativo.

Para España, Portugal, Polonia y para todos los países del Este, la incorporación a la UE ha sido extraordinariamente beneficiosa. Quejarnos ahora por las limitaciones que libremente hemos construido entre todos los países, es llanto jeremíaco.

Los instrumentos de la UE para la Acción Exterior como son el Alto Representante o el presupuesto de cooperación, arrojan un balance poco satisfactorio. Los Estados miembros no han renunciado a su propia política exterior lo que deja a la acción comunitaria como complemento no siempre eficaz ni visible de la acción gubernamental. A veces con contradicciones manifiestas que restan credibilidad a la acción comunitaria, como ocurre en Libia.

Históricamente España no ha tenido peso específico en la Unión como para condicionar su desarrollo, de la forma que lo han hecho Alemania o Francia

De modo que lo único que podemos aguardar de la Unión son recetas para pagar los costes de la pandemia de forma menos lesiva que en 2008. Descartadas las fórmulas óptimas, como los bonos del coronavirus, el debate actual se centra en otros mecanismos financieros que se diferencian fundamentalmente en las condiciones añadidas para su reintegro. Como siempre, los intereses entre los socios comunitarios son divergentes perfilándose dos grandes grupos, el que lidera Alemania con los países menos endeudados frente al grupo de los países más endeudados. Aunque algunos de éstos sean relevantes por su tamaño, como España e Italia, sus condiciones de negociación son peores: tienen problemas estructurales desde hace muchos años y se resisten a abordarlos, han sufrido la crisis financiera más que otros, presentan inestabilidad política y son países con grandes desequilibrios interiores.

Históricamente España no ha tenido peso específico en la Unión como para condicionar su desarrollo, de la forma que lo han hecho Alemania o Francia. Reino Unido abandonó la Unión al constatar que los beneficios no compensaban los costes, amparándose en circunstancias singulares como la estrecha relación comercial y cultural con EE.UU. y el tamaño de su economía. España, como Portugal o Polonia, ha sido un país receptor neto de fondos hasta hoy pero más allá de éxitos en negociaciones sectoriales, ni lidera ni influye decisivamente en las políticas de Bruselas. El reciente acuerdo para la renovación de las instituciones ha sido la última muestra del lugar que ocupamos.

Así, ante la negociación de las ayudas financieras por la pandemia, el mejor camino es la alianza estrecha con Italia y otros países con graves problemas financieros contando con la posición favorable del BCE y con el lobby de personalidades incrustadas en las instituciones comunitarias y próximas a los intereses de España.

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