Opinión

La violencia no cabe en democracia

La violencia es como un perro rabioso que se escapa de la jaula y muerde a quien se topa con él, y el problema es volver a encerrarle para que no haga daño

Este país se parece cada día más a un régimen chavista que a una democracia europea. El viernes pasado, el Gobierno se despachaba con la publicación de una ley que modifica el Código Penal para suprimir el delito de coacciones de los piquetes en las huelgas, con un prólogo en el que acusa al PP de «desmantelar las libertades», convirtiendo el BOE en un periódico de partido, una suerte de Granma, Pravda o Mundo Obrero.

El mundo de la abogacía y la judicatura no sale de su asombro. Este texto es propio de un régimen con vocación totalitaria, dispuesto a utilizar las instituciones para demonizar a la oposición, con el objetivo puesto en hacer desaparecer toda voz discrepante. Es una evidencia del grado de postración al que ha llegado nuestra democracia, y una alerta sobre los riegos a que nos enfrentamos si no somos capaces de sacar cuanto antes del poder a la banda que nos gobierna. Y todo ello con el bochorno añadido de la firma del rey de España, Felipe VI, al que la Constitución obliga a sancionar cualquier norma que proceda de las Cortes Generales.

Cavar trincheras ideológicas puede dar beneficios electorales inmediatos, pero representa un suicidio colectivo seguro, que a medio plazo tendrá costes. Las cacicadas y la arbitrariedad como reglas corroen las bases del sistema y conducen a una inevitable quiebra de la convivencia, y dado que no hay hegemonías eternas, llegará un momento en que la derecha se sentirá moral y políticamente liberada para dar la vuelta a esta situación. Además, cuando es el gobierno el que provoca la crispación social de manera deliberada se convierte en un agente de destrucción muy peligroso.

Por otro lado, Pablo Iglesias, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, y la directora de la Guardia Civil, han denunciado ante los juzgados las amenazas recibidas en sendas cartas acompañadas de balas de Cetme y han considerado que sus autores amenazan la democracia. Estos hechos han de ser reprobados sin paliativos.

El arranque de las elecciones en la Comunidad de Madrid se vio empañado con un acto de violencia contra Vox dirigido por Unidas Podemos, que consideró que no podían celebrar un acto en su supuesto feudo. Iglesias y toda su plana mayor no solo no quisieron condenar las agresiones, sino que las justificaron y alentaron. También entonces tuvo que haber una condena unánime, pero no la hubo porque la ultraizquierda entiende que ejercer esta violencia es un derecho en defensa de la democracia.

¿La pregunta es qué tipo de democracia tenemos si se ataca a la oposición desde las instituciones, se anima a emplear la fuerza para impedir que el otro se manifieste en libertad o se envían amenazas por carta?

La violencia, venga de donde venga, no puede tener cabida en una democracia. Debe ser condenada de inmediato, sin excusas ni condicionantes, porque de lo contario acabará ocupando el espacio que le corresponde a la razón y a la palabra, y porque supone reducir al adversario a la condición de cosa, negándole el carácter de persona por las ideas que defiende.

La violencia es como un perro rabioso que se escapa de la jaula y muerde a quien se topa con él, y el problema es volver a encerrarle para que no haga daño. En nuestra democracia liberal, no cabe la fuerza ejercida por políticos del todo vale, estudiantes en busca de emociones, skinheads malcriados, aspirantes a leninista, frikis tatuados o adolescentes ociosos.

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