Opinión

Vandalizar el arte

En las últimas semanas, los activistas de Just Stop Oil y otros colectivos de activistas preocupados por el cambio climático han cobrado un total protagonismo por entrar en diferentes museos y arrojar crema pastelera a la Monna Lisa, plasmar manos en un Picasso, sopa de tomate a Los Girasoles de Van Ghot, puré de patata a un Monet, y un tartazo a una figura de cera del nuevo rey británico. 

Los museos siempre han sido lugares de protesta, en los que determinadas reivindicaciones sociales han encontrado su perfecta caja de resonancia para obtener la repercusión deseada. Presididos por el silencio, el culto a las obras expuestas o la prohibición de no tocar, todo cuanto sucede en esos espacios que altere ese orden sagrado supone una transgresión intolerable para la sociedad. Son burbujas en las que las creaciones artísticas se preservan, combaten el paso del tiempo y conquistan la eternidad. Cuando, en su interior, alguien desafía su statu quo y ataca la integridad de alguna de las piezas exhibidas, el respeto al arte que es uno de los grandes consensos por los que se rige nuestra sociedad se tambalea y saltan las alarmas. 

En el exterior, el mundo puede estar matándose a bombazos o el planeta dirigirse a un punto de no retorno en su deterioro, pero, dentro de un museo, la vida del arte permanece inalterada, ajena a la fortuna de la humanidad. El silencio del museo es su fortaleza, pero también su debilidad, porque quienes tienen algo que gritar saben que si sus mensajes son proferidos en el silencio de sus salas, el alcance de su atrevimiento será universal.

Nada hay más artístico que vandalizar el arte, pero hacerlo en nombre del clima es estúpido, porque aunque ninguna obra ha sido irremediablemente dañada, si estos actos continúan, es cuestión de tiempo que alguien cometa un error, convirtiendo una causa noble en mero espectáculo. Ya ha sucedido en el pasado con el resultado de que las reivindicaciones quedaron en segundo plano, o su causa perdió todo el crédito. Para la opinión pública, atacar el patrimonio cultural despierta más rechazo que conciencias, porque es un ataque contra lo que somos.

Lo más irritante del asunto no es sólo lo efímero del mensaje que se trasmite, sino su alejamiento de cualquier atisbo de discusión racional. Claro que decir que «hay gente que está destruyendo la Tierra», para justificar el ataque a ‘La Gioconda’, o preguntarse «¿qué vale más, el arte o la vida?», para argumentar el intento de destrucción de ‘Los Girasoles’ de Van Gogh, no son precisamente los productos de un pensamiento profundo. Lo mismo sucedió en 1972, cuando Laszlo Toth antes de golpear con un martillo ‘La Piedad’ de Miguel Ángel, proclamó «yo soy Jesucristo y he regresado de la muerte». Eso fue todo, y los dos años que se pasó en un manicomio no parece que le devolvieran al mundo de las ideas racionales.  

No se puede aprobar lo que se ha hecho con esas pinturas, porque ya está suficientemente enferma nuestra sociedad, como para que se nos prive o ponga en riesgo la cultura y, en este caso, el arte, a través de algunos de los mejores cuadros pintados a lo largo de la historia. Por supuesto que el cambio climático nos preocupa y mucho, porque si nos quedamos sin planeta, tampoco habrá museos que visitar, pero esta no es la manera de hacer valer esa legítima reivindicación. 

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