Opinión

Recordar el precio del odio

Cada 27 de enero se conmemora el Día Internacional de las Víctimas del Holocausto. En esa fecha de 1945 el Ejército Rojo liberaba el Campo de Concentración de Auschwitz-Birkenau a 60 km. de Cracovia, donde murieron 1,5 millones de personas en cinco años. No conozco ese Campo, pero si tuve la oportunidad de visitar el de Dachau en Baviera.

Traspasar su puerta principal bajo el cartel de Arbeit macht frei (el trabajo libera), ya suponía una trágica ironía para la mayor parte de los que nunca volverían a salir de allí. Recuerdo, que mientras recorría con emoción sublevada los pabellones del campo, junto con sus hornos crematorios y cámaras de gas, sentía que cobraban vida aquellos versos de León Felipe: "Esos poetas infernales, Dante, Blake, Rimbaud .../ que hablen bajo... que toquen bajo/ Que se callen/ Hoy cualquier habitante de la tierra sabe mucho más del infierno que esos tres poetas juntos./ Ya sé que Dante toca muy bien el violín ¡Oh, el gran virtuoso!/ Pero que no pretenda con sus tercetos maravillosos y sus endecasílabos perfectos asustar a ese niño judío que está ahí desgajado de sus padres/ Y solo ¡Solo! Aguardando turno en los hornos crematorios". 

Lo que pasó en Auschwitz se ha contado desde mil focos distintos. Spielberg usó el abriguito rojo de una niña inmersa en la locura del vaciado del gueto de Varsovia, en su lista de Schindler. Ana Frank, nos dejó su diario en el que recogió: "Asombra que no haya abandonado aún todas mis esperanzas". Philippe Sands, en su novela Calle Este-Oeste, hace una original aproximación al significado del Holocausto a partir de la lucha de dos abogados judíos por conseguir que se juzgue en Nuremberg. Todo ha servido para contribuir a que el recuerdo de la tragedia no se extinga. 

Esta experiencia dramática sin precedente ni comparación, es un crimen que concierne e interpela a la humanidad y para Europa supone un obligado deber recordarlo, porque fue aquí donde se levantaron los muros y las alambradas de los guetos y campos de concentración. 

Esta barbarie no fue obra de marcianos, ni de seres humanos especiales, tal y como puso de relieve en 1963 Hannah Arendt, cuando en su ensayo Eichmann en Jerusalén, acuñó el concepto de la banalidad del mal. Su tesis era que incluso Adolf Eichmann, agente imprescindible de la Shoah judía, no poseía ningún rasgo superlativo, ni siquiera negativo. Los autores del horror eran seres como nosotros, de la misma pasta, por eso nadie puede estar seguro de que no vuelva a producirse. 

Vivimos tiempos difíciles para la democracia liberal. En la picota, normas que parecían formar parte constitutiva de nuestro ser colectivo. Se produce la fragmentación de nuestras sociedades, mientras señorean tóxicos ismos que creímos superados: nacionalismo identitario y populismo antisistema son un buen ejemplo.

Conmemorar a las víctimas de Auschwitz es el canario en la mina, significa recordar que nunca es demasiado pronto para enfrentarse al odio; pero también que las sociedades libres se basan en la tolerancia, el respeto y en la esperanza en un futuro común del que nadie sea excluido por su origen o religión. Los abismos de dolor y muerte que se abrieron en los campos de exterminio solo son posibles cuando el odio está asentado y por eso debe ser erradicado desde el principio.

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