Opinión

Política, políticos y farsantes

UN FARSANTE es aquel que finge lo que no es, o lo que no siente. Y lo hace para lograr un propósito que no puede ser bueno, porque desde la mentira no se construye nada que pueda ser virtuoso. Por eso, el octavo mandamiento exige "no levantar falsos testimonios ni mentir". El embaucador, el charlatán, el defraudador y el farsante actúan sobre las masas inermes, indefensas o apáticas. Algunos tratan de reinventarse como mitos de sí mismos, exagerando sus propias condiciones y ofreciendo fraudulentamente una narrativa con la que buscan embaucar a los más incautos. Otros, enarbolan falsas soluciones políticas detrás de las que encubren pactos secretos inconfesables como la repartición indebida del poder, la expoliación de la legitimidad y el derecho de los ciudadanos a vivir en libertad y elegir a sus mandatarios con garantías de respeto de su decisión. La vida acomodaticia de los farsantes es vil y cobarde, intentado opacar desesperadamente toda acción noble. Su ambición de poder es como la mala hierba que solo crece en el solar abandonado de una mente vacía.

Las personas tenemos la rara costumbre de hablar por los codos, de hablar y hablar sin parar y sin darnos cuenta en muchas ocasiones de lo que decimos, lo que a menudo nos puede traer consecuencias insospechadas y lleva a muchos políticos a padecer el síndrome del humo. En el mundo de las apariencias, la verdad se resuelve con la simulación. En nuestro país la farsantocracia abanderada por dilectos políticos como el presidente Sánchez no ha tenido límites, atiborrando al gobierno (con alguna honrosa excepción) de una pandilla de mediocres. "La política de los mediocres y simuladores es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad", escribió el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard.

El actual rechazo y hasta odio de los ciudadanos a los políticos es consecuencia directa de esa dictadura de los mediocres, ya que estos perciben que son gobernados por personas sin valores, por tipos vulgares, sin ética ni grandeza, que siempre anteponen sus intereses al bien común. Por el ADN de esa clase política, tan abundante en estos tiempos, corren fluidos de corrupción e ignorancia, que se retroalimentan de sus disparatados discursos, de su manía de dar abrazos y besos a cuanto ser humano se encuentran.

Una buena cantidad de electores se queda al borde de un increíble hipnotismo y sonambulismo escuchando las promesas que pregonan y jamás cumplirán esos políticos. Los proyectos de muchos los candidatos son irracionales, ilógicos, absurdos, pero ellos hacen gala de tales disparates con la seguridad de haber logrado convencer a su aburrido auditorio.

Definiendo a esta clase de políticos que he dibujado tan cruelmente, todavía me queda por exclamar o más bien aconsejarles que dejen ya el infantilismo político de siempre y hagan campañas electorales de más altura revestida de promesas que puedan cumplir. Porque es sencillo prometer lo que no se puede dar, lo complicado es asumir después el coste de esa falsa promesa, que siempre acaban pagando los mismos, es decir, nosotros. Tenemos que cerrar la puerta a farsantes y mediocres que sólo tienen inyectadas rutinas en el cerebro y perjuicios en el corazón. El ejercicio maduro de la ciudadanía tiene que estar prevenido contra la doblez. ¡Contra los farsantes, sensatez! Es el único antídoto.

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