Opinión

La contemplación

En 1899 Hermann Hesse en el artículo ‘Pequeñas alegrías’, alertaba sobre los peligros de introducir la rapidez en todas las facetas de la vida y denunciaba la enfermiza aceleración a la que nuestra existencia está sujeta: «Este carácter desenfrenado de la vida actual ha ejercido sobre nosotros una nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha apoderado ya de nuestras escasas parcelas de ocio: nuestra forma de gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y agotadora que la barahúnda de nuestro trabajo».

Resultan vigentes las primeras líneas de ‘Historia de dos ciudades ‘de Charles Dickens: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos».  La época que nos ha tocado vivir está dominada por ese ritmo vertiginoso que no da pie a un verdadero conocimiento o experiencia. Hemos normalizado vivir con prisas, al son de las alarmas de las agendas y las notificaciones de los dispositivos y relojes inteligentes que monitorizan nuestra existencia. La velocidad nos embauca con una falsa sensación de libertad y nos alimenta de un modo en el que nunca nos vemos saciados, porque lo queremos vivir todo aquí y ahora, buscando un inocuo y continuo placer.  

Antes los niños jugaban en las plazas, corrían detrás del balón en las calles, improvisaban diversiones y no paraban. Ahora los jóvenes no juegan y los demás permanecemos enganchados al móvil, trasteando con la tecnología que ha comenzado a ser nuestra y que acabará adueñándose de todos. Miramos y vemos, pero hemos abandonado la contemplación.

Pero más allá del diagnóstico, vayamos a la posible solución. Hay que decirlo alto y claro: la posibilidad de frenar y poner coto a la aceleración y a la mecanización de la vida está en manos de cada uno de nosotros. No podemos ser ingenuos y despreciar el papel de la tecnología en nuestro día a día, pero tampoco engañarnos, ya que nuestra dependencia es autoinfligida. Nos sometemos a los aparatos y a sus modos de operar de manera voluntaria. El zombie tecnológico no llega a serlo porque se le haya inoculado un virus, sino porque, deliberada y paulatinamente, ha consentido en ello.

Es momento de reconquistar los tiempos de la contemplación, de la pausa, del desinterés. Es tiempo de reapropiarnos de nuestra atención. Y saber que está en nuestra mano poder hacerlo. Este es nuestro poder, y podemos ejercerlo. Nadie ni nada lo impide, salvo nuestra adicción libremente asumida.

La contemplación es un arte que requiere, aparte de la disposición, una sabiduría que no se adquiere de un día para otro y que necesita tiempo, ese que tanto desperdiciamos. El filósofo Byung-Chul Han destaca que necesitamos recuperar la amabilidad y la contemplación. Una contemplación que no sea sinónimo de inacción sino de detenerse, pensar, aprender caminos nuevos desde las experiencias que transforman. Un pensar que es mucho más que calcular o razonar, sino que compromete nuestra vida afectiva con una mirada profunda que, superando las apariencias y la ansiedad, nos abre a encontrar el sentido y la belleza a la vida. He aquí el quid de la cuestión y la receta mágica, pararse para descubrir esa riqueza existencial.

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