Opinión

El código pin

El PIN parece el número de identificación del nuevo tiempo y la presente legislatura. Pero el objetivo nunca debe ser clasificarnos a los españoles según la educación, las creencias, el pensamiento, la ideología, la militancia o la religión. La polarización sociopolítica es un hecho que resucita las dos Españas. Hay un ambiente claro de confrontación que incluso trasciende al llamado constitucionalismo democrático que siempre dio cobertura desde el 78 a la gran mayoría de los españoles. El código pin se está poniendo de moda por razones partidistas hasta caer en el intervencionismo. Y se ve en asuntos de Estado como la educación, la aplicación de la Carta Magna y la unidad territorial. Quizás habrá un término medio desde el momento mismo en que tras la formación de Gobierno, sea del color que sea,  debe prevalecer la obligación de gobernar para todos.

En pleno siglo XXI, España no se debe dividir entre rojos y fachas, entre educación concertada y educación pública, entre religión y laicismo

El código pin, ya se trate de pin parental o de una insignia en la solapa, no puede ser una imposición, una doctrina o una exhibición de sectarismo forofo. Es libertad de expresión y pensamiento que los separatistas exhiban su pin con el lazo amarillo, pero excede los límites legales que traten de imponer la autodeterminación incumpliendo sentencias y ley o adoctrinando a los niños en las escuelas dentro de la militancia separatista. Tras la polémica del pin parental, se hace necesaria mesura en lo que se refiere a nuestros hijos, porque son el presente y el futuro del país. En esta democracia ha habido en España 7 leyes educativas y muchas cesiones de competencias a los nacionalismos excluyentes. Pero del mismo modo que un ser humano posee derechos desde el mismo momento en que tiene vida, la responsabilidad de los padres obliga a la defensa de los valores morales y éticos de sus hijos hasta la mayoría de edad. La familia, como concepto de contribución social, representa la conexión de parentesco tanto por razones de sangre como de legalidad. Y el Estado, desempeñado por los partidos políticos en los distintos gobiernos cuyas mayorías legislan sobre la educación,  ha de respetar los principios morales paternos y al mismo tiempo defender los derechos del menor en caso de que sean vulnerados. Por tanto, la demagogia habitual se ha apoderado de este debate hasta la osadía de pedir el 155 para Murcia desde el podemismo gubernamental cuando esto requiere un gran pacto de Estado que a día de hoy se antoja quimera imposible. La tolerancia y la cohabitación de dos formas de pensar, de educar y de interpretar la ley deben renunciar al partidismo para optar por el interés general. 
Debemos poner freno a la política destructiva, y diseñar un código de pin universal o al menos nacional que nos permita convivir con garantías. España no puede quedar a merced de la ligereza populista o de la intransigencia doctrinaria. En pleno siglo XXI, España no se debe dividir entre buenos y malos, entre rojos y fachas, entre progres y pijos, entre educación concertada y educación pública, entre religión y laicismo. Reproducir los errores no nos permite avanzar. Más bien al contrario: nos atrapa en el bucle de la politización con código pin autoritario.

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