Opinión

Soberanía y transparencia

En democracia, el gobierno es del pueblo y se debe realizar para y por el pueblo. El pueblo es el soberano y encomienda la gestión y administración de lo público a unos representantes que tienen la obligación de dar cuentas de su gestión y administración a la ciudadanía en forma constante, transparente y argumentada. En efecto, el gobierno y la administración del espacio público deben servir con objetividad el interés general promoviendo las condiciones precisas para el libre y solidario ejercicio de los derechos fundamentales por todas las personas.

En realidad, la soberanía, tal y como debe concebirse en un régimen democrático avanzado, reside en la misma dignidad humana, desde dónde, de una forma integrada y a la vez indivisible, se comunica entre todos los ciudadanos en cuanto miembros del espacio público en orden precisamente a la garantía por parte del Estado de los derechos fundamentales que dimanan de la misma dignidad del ser humano. Así se construye la soberanía popular y desde este punto de vista debe comprenderse para no perder de vista que en última instancia los poderes del Estado residen en el pueblo y, por ello, en su ejercicio concreto debe subrayarse la dignidad de la persona y todos y cada uno de sus derechos fundamentales. En este sentido cobra especial relevancia en derecho fundamental de la persona, en sus relaciones con el Poder ejecutivo, a un buen gobierno y a una buena administración del espacio público.

Más claro: en la media en que los ciudadanos son los soberanos, dueños y señores del poder público, en esa medida deben actuar como lo que son, los titulares reales, materiales, de instituciones públicas, procedimientos y fondos públicos. Si esto es así, como es, entonces la transparencia, la luz, ha de ser la propiedad básica y capital de la actividad y de la organización de todas y cada una de las instituciones públicas, sin que quepa establecer excepción alguna.

La transparencia es, debe ser, una cualidad que ha de presidir la actuación de los diferentes Entes públicos y, por ello, de las personas físicas que en ellos laboran. También, por supuesto, debe regir la actuación de todas las organizaciones e instituciones que realizan actividades de interés general o que utilicen o manejen fondos públicos en sus actividades. Por una razón bien sencilla adelantada en el párrafo anterior: como el pueblo es el dueño y señor, el soberano, de los fondos públicos, es lógico que todos los organismos y organizaciones que administren estos recursos, sean Administraciones, partidos, sindicatos, patronales o, entre otros, ONGs, concesionarios de servicios públicos o cualesquiera otras formas de organización que reciban dinero público, se rijan por la publicidad y la concurrencia en materia contractual, y por el mérito y la capacidad en la selección de personal.

Efectivamente, los fondos públicos requieren, por su propia naturaleza, uso transparente y publicidad, con expresa referencia a la concurrencia. Por eso, los procesos de selección de personal que se realizan siempre que hay fondos públicos de por medio, han de estar presididos por los principios de mérito y capacidad. Igualmente, cuándo se trata de contratar bienes o servicios, el carácter público de esos fondos, reclama siempre publicidad y concurrencia.

En el mismo sentido, las instituciones que realizan tareas de interés general también deben guiar su actuación en materia de personal y de contratos a estos criterios. No hacerlo así, encastillarse en la oscuridad y en la opacidad, no es más que una manifestación de arbitrariedad, incompatible con los postulados del Estado de Derecho. 

Tiempo atrás John Locke nos enseñó que en toda manifestación de arbitrariedad hay siempre irracionalidad, subjetividad, propiedades bien opuestas a lo que debe ser el régimen y funcionamiento de los gobiernos y administraciones públicas de un Estado social y democrático de Derecho.

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