Opinión

Derechos humanos, Europa y Covid-19

Europa, el viejo y enfermo continente, fue durante largo tiempo, durante siglos, la referencia y el centro de la mirada de quienes querían fundar la cultura sobre la dignidad del ser humano. Los derechos fundamentales de la persona, junto a la separación de los poderes del Estado y al principio de juridicidad, alumbraron un sistema político en el que, en efecto, la dignidad del humano se levantaba omnipotente, soberana y todopoderosa frente a cualquier al intento del poder de pisotearla o laminarla. Sin embargo, la realidad europea es, a día de hoy, mal que nos pese, la que es: prevalencia de la economía sobre la persona, baja participación cívica, población envejecida, baja natalidad, consumismo insolidario, creciente delincuencia en todas sus expresiones, corrupción y, fundamentalmente, mercadeo y transacción también de los más capitales valores del ser humano. Claro que nos gustaría que el panorama europeo estuviera presidido, sobre todo en este tiempo de pandemia y emergencia sanitaria, por los valores comunes procedentes de la centralidad del ser humano que los padres fundadores de la Unión Europea, a quienes hoy tanto se cita tanto como se desconoce, colocaron como los pilares de una integración fundada en el humanismo y consiguiente preeminencia de los derechos fundamentales de la persona.

En realidad, cuando se reconocen estos derechos de manera incondicional, sin injerencias del poder, entonces resplandece la dignidad del ser humano y la idea originaria de lo que debería ser Europa brilla con luz propia. Sin embargo, cuando el poder constituido decide sobre la titularidad y el ejercicio de los derechos humanos, la arbitrariedad se instala entre nosotros y desaparece la igualdad radical entre los seres humanos. Entonces, nos adentramos en un inquietante mundo en el que, quien manda, decide sobre todo, también sobre el fundamento mismo del poder: sobre el alcance y límites de la dignidad de la persona. Hoy, en situación de pandemia, de forma clara y evidente ante la ausencia de controles efectivos al poder, ante la suspensión de derechos fundamentales y en una situación de confinamiento gubernamental que, dada su duración, debilita la resistencia cívica de los ciudadanos.

Los derechos humanos, interesa hoy recordarlo, no son del Estado, no los conceden los gobernantes, son de titularidad humana, nacen con el hombre y la mujer y a ellos corresponde su ejercicio libre y solidario. El poder, todo lo más, debe reconocerlos y fundar su legitimidad y legalidad en su centralidad, de forma y manera que se conviertan, por ello, en valores superiores que iluminan, guían y orientan al poder mismo y a quienes, por representación del pueblo, lo ejercen. El derecho de manifestación no lo concede el Estado como muchos en esta situación piensan. El Gobierno, que es quien recibe la comunicación de la manifestación, lo único que puede hacer, caso de que existan fundadas razones de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes, es prohibirla. Y para eso debe justificar en concreto, de forma clara y precisa, esta circunstancia que, caso de así apreciarse, puede ser impugnadaante la jurisdicción contencioso administrativa en tiempo oportuno.

La base de los derechos humanos reside en la dignidad de la persona, del ser humano. Dignidad que, en última instancia, refleja la trascendencia, funda esta excelsa cualidad de las personas que las hacen siempre principio y medida y que impiden que la persona pueda ser tratada como una cosa, tal y como hoy, también en tiempos de pandemia, se la considera en tantas latitudes. En este marco se entiende que exista una referencia superior al propio hombre, a la propia mujer, de la que parten esos derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano. Y para que esos valores estén protegidos del uso político o partidario interesa que sean incondicionales.

Cuando se condiciona el derecho a la vida o a la libertad en cualquiera de sus expresiones, entonces ingresamos al mundo de la arbitrariedad, de la selva, de la lucha de los fuertes contra los débiles. Nos instalamos en un ambiente de ausencia de reglas o, en todo caso, en un mundo en el que los poderosos imponen sus designios frente a los desvalidos. Algo que, entre nosotros, ha tomado tal carta de naturaleza que es el principal obstáculo para democratizar nuestra democracia. Hoy, desde luego, en una situación de excepcionalidad, más amenazada que nunca.

Comentarios