Opinión

Hacia el extrarradio político

EL ACTUAL secretario general del PSOE acaba de demostrar, de nuevo, que pretende conducir a su partido a la marginalidad y al extrarradio político. Renunciando a la moderación y al sentido común, embarca a su formación en un espacio imposible al volver a afirmar, esta vez de forma más radical, que la religión debe desparecer de las escuelas y los colegios. Tales declaraciones, que no comparten muchos de sus militantes, realizadas ante unos próximos comicios, manifiestan, además de torpeza política una incapacidad soberana para entender la libertad y el pluralismo que deben reinar en una sociedad democrática, que deben conformar una visión moderna del Estado.

No sólo son unas consideraciones profundamente inconstitucionales sino que incurren en un desconocimiento de la historia de Europa, de sus señales de identidad y de la esencia de un Estado social y democrático de Derecho, en el que la dignidad del ser humano y todos sus derechos fundamentales deben ser protegidos, defendidos y promovidos sin excepción. También desde el Estado porque este tiene como su principal misión promover las condiciones para que la libertad y la igualdad de las personas sean reales y efectivas, removiendo los obstáculos que impidan su realización. Sánchez, sin embargo, es partidario de impedir el ejercicio de la libertad religiosa situándose en una posición que a día de hoy ni siquiera se atreve a patrocinar la izquierda más radical de nuestro país.

En concreto, para Sánchez la religión debería estar confinada a los templos y a las sacristías, todo lo más a las conciencias individuales de los creyentes. Pero de reconocimiento de la dimensión pública del hecho religioso, nada de nada, a las cavernas. Así, de este modo se constata que el PSOE, por boca de actual secretario general, renuncia a admitir en sus filas a quienes estimen que la dimensión religiosa de la vida tiene consecuencias públicas. El problema, en el fondo, es que este dirigente socialista, veremos por cuanto tiempo, no conoce las diferencias entre laicismo, laicidad y aconfesionalidad del Estado, tres conceptos bien distintos cuya confusión provoca resultados nefastos. Veamos.

Laicismo no es laicidad. Laicismo es lo contrario de la libertad. La laicidad consiste en el reconocimiento de que el orden espiritual y el orden civil discurren por itinerarios autónomos, tienen leyes propias, pero se entienden y se relacionan, no desde el antagonismo o la confrontación, sino desde el respeto y la complementariedad. La laicidad es de origen cristiano y trae consigo la doctrina de la aconfesionalidad del Estado, entre nosotros de relevancia constitucional. La aconfesionalidad no significa, cómo les gustaría a algunos, persecución o agresión de la libertad religiosa, sino la afirmación de que el Estado no dispone de religión oficial y que ha de ser neutral ante las diferentes y legítimas expresiones de la libertad en el plano espiritual. Es decir, un Estado aconfesional como el nuestro ha de promover, porque lo dice el artículo 9.2 y 10.1 de la Constitución y porque lo enseña el sentido común, que todos los españoles podamos ejercer en libertad nuestras convicciones, con el único límite del orden público y el derecho a la intimidad de los otros. En otras palabras, el Estado tiene la obligación de disponer los medios que sean necesarios para garantizar el ejercicio de esta dimensión de la libertad atendiendo, como también dispone el artículo 16 de la Constitución a las convicciones religiosas mayoritarias de la población.

En Francia Max Gallo, autor francés conocido por su militancia laica y republicana, se pronunciaba hace algunos años sobre la compatibilidad entre laicidad, republicanismo y catolicismo. La cuestión cobra especial relevancia porque muchas veces se confunde el laicismo con la laicidad. El laicismo implica una posición valorativa —contraria— a la religión, convirtiéndose así en una confesión estatal. Por el contrario, si partimos, como debe ser, de la neutralidad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado —laicidad— resulta que, como es lógico, todas las manifestaciones sociales que regulen la dignidad del ser humano —también las públicas del hecho religioso— son perfectamente compatibles, en un Estado aconfesional y neutral, con la laicidad del Estado y, por ello, tienen la plena legitimidad que, por ejemplo, reconoce positivamente el artículo 16 de la Constitución Española de 1978.

Es decir, el espacio público ha de abrirse a las diferentes culturas, también a las religiosas. Por la sencilla y bien comprensible razón de que la dimensión religiosa de la persona, guste o no, forma parte integrante de ese espacio de deliberación pública. Sin embargo, lo que ahora, de nuevo, quiere imponer el actual secretario general del PSOE es el laicismo. Doctrina bien antigua que proclama la expulsión de la religión del espacio público y su confinamiento al ámbito de las conciencias individuales o al estrecho reducto del templo o la sacristía. Sin embargo, las exigencias del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario aconsejan en estos tiempos terminar con estas versiones cerradas, únicas, unilaterales del espacio público que, cuando mutilan diferentes aspectos de la propia realidad, acaban instaurando esa dictadura del relativismo y del pensamiento único que, hábilmente edulcorada con una inteligente dosis de consumismo insolidario, se adueña de las conciencias de los ciudadanos y los convierte en peleles al servicio de las tecnoestructuras dominantes.

Religión y Estado son cosas distintas, pero no incompatibles. El Estado tiene su ámbito de actuación, así como la religión el suyo. La laicidad abierta convoca a un fecundo entendimiento entre el Estado y las diferentes religiones con vistas a facilitar el ejercicio de uno de los derechos humanos hoy más relevantes: la libertad religiosa. Una libertad que, a pesar de los pesares y de encontrarnos en los inicios del siglo XXI, sigue siendo una asignatura pendiente en muchos países del mundo, también de los denominados desarrollados. Quien lo podría imaginar.

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