Opinión

Evo Morales: anatomía de una caída

A mi entender, sería inexacto hablar de un ‘golpe de Estado’, si nos atenemos al significad —"usurpación violenta del gobierno de un país"— que le otorga la RAE
Evo Morales, a su llegada a México.MARIO GUZMÁN (Efe)
photo_camera Evo Morales, a su llegada a México.MARIO GUZMÁN (Efe)

DETERMINADOS MEDIOS de comunicación internacionales minimizan —o hasta ponen en duda— que en los últimos comicios generales de Bolivia, celebrados el 20 de octubre, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) cometió fraude, lo que constituye un grave atentado contra la democracia. No se puede tapar el sol con un dedo: en un informe preliminar, resultado de una auditoría, la Organización de Estados Americanos (OEA) puso de manifiesto la "magnitud" de la manipulación informática y la existencia de actas falsificadas. Este documento se hizo público horas antes de que el expresidente del país suramericano, Evo Morales, renunciase a su cargo, abandonado por el Ejército —que le sugirió dejar el poder—, la Policía —que se había amotinado el día anterior— y amplios sectores urbanos —el llamado ‘movimiento cívico’— que protestaron en las calles durante tres semanas y fueron decisivos en la caída de Morales. Estos últimos disidentes se organizaron en torno a los ‘comités cívicos’, agrupaciones vecinales y gremiales que terminaron desplazando a los partidos políticos en las protestas contra el exjefe de Estado.

No hay pruebas que nos permitan afirmar que el TSE cometió fraude a petición de Morales, aunque sería de ingenuos no sospechar al respecto, pues en la última legislatura el dirigente indígena institucionalizó todos los poderes del Estado, con el fin de perpetuarse en el sillón a cualquier precio, como explicaré más adelante. Aunque en un principio aseguró que sería respetuoso con las conclusiones del informe de la OEA, el propio Morales confesó recientemente que intentó frenar su publicación. Una vez que vio la luz, el 10 de noviembre, el político socialista manifestó —demagógico— que ese documento fue más "político" que técnico-jurídico; y aún sigue sin aceptar el fraude. Para crear una cortina de humo, adoptó una retórica netamente victimista: según él, las Fuerzas Armadas, en connivencia con la Policía, Carlos Mesa (principal líder de la oposición y exjefe de Estado) y Fernando Camacho (presidente del Comité Cívico pro Santa Cruz), perpetraron un "golpe de Estado". Recientemente Morales afirmó también que la publicación del informe de la OEA "alimentó" ese presunto golpe, que dan por hecho muchos medios internacionales.

A mi entender, sería inexacto hablar de un ‘golpe de Estado’, si nos atenemos al significado —"usurpación violenta del gobierno de un país"— que le otorga la RAE, en el ‘Diccionario panhispánico de dudas’ (2005), a esta expresión, un calco de la francesa ‘coup d’État’. En otras palabras: para que las Fuerzas Armadas cometiesen golpe de Estado, tendrían que haber seguido la lógica estratégica de  tomar el poder. Aquí el Ejército se limitó a intervenir de forma verbal (el entonces jefe de la institución militar, Williams Kaliman, instó a Evo Morales a abandonar el poder), supuestamente para tratar de resolver la crisis política en la que se hallaba sumido el país desde el 21 de octubre, cuando comenzaron las masivas movilizaciones urbanas ante las sospechas de fraude, bastante evidentes. Recordemos: el TSE suspendió la transmisión de resultados preliminares electorales durante 23 horas, y al retomar la actividad mostró un cambio de tendencia muy favorable para Morales: los resultados ya no le exigían ir a una segunda vuelta, al superar los diez puntos de diferencia con respecto a Mesa, siendo, por ende, ‘el presidente electo de Bolivia’. Tras haber presenciado este episodio grotesco, gran parte de la población comenzó a reclamar una segunda vuelta, opción que Manuel González (jefe de la misión de la OEA) defendió pero que Morales rechazó, aferrado a los resultados. Y es precisamente esa negativa del exmandatario la que colocó a Bolivia en una situación crítica.

A partir de ahí, se dispara la polarización; los enfrentamientos violentos entre los oficialistas —seguidores del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido de Morales— y los disidentes urbanos —que bloquean las calles como medida de protesta— son prácticamente diarios. Ese clima de tensión propicia que, entre los seguidores más radicales de ambos bandos, aflore el racismo, una epidemia que sigue siendo estructural en el país; la quema de banderas indígenas (la wiphala) y regionales (la de Santa Cruz) abre viejas heridas, y refleja, además de la intolerancia, la carencia de argumentos para defender una postura.

Fue el 10 de noviembre, al conocer el informe de la OEA, cuando las Fuerzas Armadas decidieron ponerse del lado de la población sublevada. En consecuencia, Morales dimitió, al igual que el vicepresidente, Álvaro García Linera, y varios ministros de su Gobierno. Cabe señalar que muchos integrantes del MAS fueron presionados a renunciar de sus funciones por grupos fundamentalistas que secuestraron a sus familias o les quemaron sus casas; medidas coactivas de ese tipo las sufrieron posteriormente políticos del bando contrario, como Arturo Murillo o Nelson Condori. Dos días después de la renuncia de Morales, la Asamblea Legislativa Plurinacional eligió por sucesión constitucional a una presidenta interina, la ultracatólica Jeanine Áñez, con el fin de ‘pacificar’ el país y encaminar unas nuevas elecciones.

Anteayer, en la Asamblea Legislativa, se allanó el camino para ir a las urnas, pues el MAS presentó un proyecto de ley en donde reconoce la presidencia de Áñez. En ese mismo documento, la formación socialista asume que Morales y Linera se asilaron y abandonaron sus funciones. Puede parecer un primer paso en la pacificación nacional, pero, por el momento, es solo maquillaje; Bolivia sigue convulsionada, partida en dos, tal y como la dejó Evo Morales. La población sufre desabastecimiento, pues los camiones que transportan alimentos  y combustible no pueden pasar por más de un centenar de puntos en las carreteras del país; seguidores evistas llevan a cabo esos bloqueos para reclamar la vuelta del dirigente asilado, sin acatar la postura oficial del MAS. Por lo demás, aunque el Gobierno continúe negociando con el partido izquierdista el fin de la violencia, la sangre no ha dejado de derramarse en la última semana; hace solo tres días, en El Alto (La Paz), manifestantes afines a Morales atentaron, mediante el empleo de dinamita, contra una planta distribuidora de combustible, ocasionando ocho pérdidas humanas. Un mes y un día después del inicio de la crisis, la cifra de muertos supera los 30 y se cuentan por más de 700 los heridos.

Evo Morales llegó a ser un titán de la política latinoamericana contemporánea, muy respetado en España por los mismos socialdemócratas que reniegan de algunos de los principales aliados de nuestro protagonista (Chávez, Maduro, Fidel y Raúl Castro…). Durante sus casi catorce años de mandato, Morales consiguió las mayores transformaciones sociales, económicas y culturales en la Historia reciente de su país —con él, se redujo la pobreza extrema a más de la mitad, bajó la cifra de desempleo casi en la misma proporción, el PIB creció anualmente a un ritmo medio del 4,9%, la esperanza de vida subió de los 64 a los 71 años, se reconocieron como oficiales 34 lenguas indígenas…—, pero, paradójicamente, terminó convertido en uno de esos especímenes autoritarios a los que tanto decía detestar, si bien sus críticas solo se dirigían a los de derechas. "El dominador está dominado por su dominación", sentenció Marx.

Indudablemente, en su última época, el primer presidente indígena de Bolivia intentó amoldar el sistema a sus intereses personales, cooptando los poderes legislativo y judicial. La crisis política nacional (y la caída del propio Morales) nació en el momento en que el político socialista no aceptó los resultados del referéndum del 21 de febrero de 2016, cuando un 51,30% de bolivianos rechazó modificar la Constitución para que el propio dirigente se postulase por cuarta vez consecutiva a unas elecciones. Sin embargo, el Tribunal Constitucional lo favoreció en 2017, y, so pretexto de ‘derechos humanos’, habilitó su nueva candidatura, al igual que haría el Tribunal Supremo Electoral un año después. En consecuencia, el malestar creció en el país; el lema ‘Bolivia dijo no’ —que se viralizó a través de ‘hashtags’— reflejaba cómo Morales había adquirido un cariz autoritario; se sentía por encima del pueblo soberano y de las leyes. A esas alturas ya era un candidato deslegitimado. El reciente fraude electoral (y la negativa del expresidente de ir a una segunda vuelta) hizo derramar el vaso; muchos bolivianos dejaron de creer completamente en el Estado regido por el masista. Y es en esta coyuntura donde surge un nuevo actor sociopolítico, el ‘movimiento cívico’, que encabezan el carismático potosino Marco Pumari y el cruceño Fernando Camacho, un ultraconservador y panfletario religioso. Ebrio de poder, Morales no supo retirarse a tiempo. Y en su prolongada caída, arrastró al país. La diferencia es que él encontró asilo político en México —donde lo recibieron con honores— , mientras que Bolivia se halla en el caos.

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